jueves, 7 de mayo de 2015

LA MELANCOLÍA Y SU POSITIVIDAD





                                             LA MELANCOLÍA Y SU POSITIVIDAD


Quisiera detenerme brevemente en un tema que, de siempre, me ha llamado la atención. Me refiero a la "Melancolía". Me ha fascinado hasta el punto de que, en el año 2005, me sentí empujado, impulsado a escribir un pequeño ensayo titulado: La melancolía y el hombre dividido.Escrito que fue publicado en la Revista Religión y Cultura, de los PP. Agustinos de Madrid, en el nº 234 (pp. 739.752) de Julio - Septiembre  del citado 2005.

Me baso en dos autores que la han estudiado detenidamente en el filósofo danés, Sören Kierkegaard: Romano Guardini, teólogo alemán de origen italiano, en su obra "Retrato de la melancolía" (Traducción italiana de Romana Guarnieri, Morcelliana, Brescia 1952) y el español Carlos Gurméndez, en  "La melancolía" (Espasa Calpe, Madrid 1990). La obra de Guardini está dedicada exclusivamente a Kierkegaard, mientras que el autor español hace un estudio sobre la "melancolía", en el que alude al filósofo danés y le cita a menudo, especialmente en el capítulo titulado "El placer de la melancolía".


            El autor danés nos ofrece, sobre todo en su "Diario de un Seductor" (1843 - Traducción española - Espasa Calpe, Madrid)  las dimensiones interiores dentro de las cuales se mueve aquél que, entre los fenómenos humanos -la melancolía- es tal vez el más doloroso.  ¿Pero qué es lo que ha impulsado a Kierkegaard, el hombre que, como Sócrates, hizo un llamamiento a sus contemporáneos a "existir personalmente",  -que para él era "existir cristianamente"- a hacerse cargo de la propia melancolía? La respuesta a esta pregunta, que marcó prácticamente toda su vida, hay que buscarla en la obra que escribió en 1844 bajo el título "El concepto de Angustia" (Traducción española - Espasa Calpe, Madrid 1940).


Con esta obra, que tanto impresionó a Unamuno, quien aprendió el danés para leer la obra del filósofo en su lengua original, siendo el primero que la difundió en España, Kierkagaard quiere inquietar a los filósofos y a los teólogos de su tiempo, basándose en la experiencia y en la autoanálisis de su existencia personal: El hombre, en constante lucha y riesgo entre sus condicionamientos psicosomáticos (Kierkegaard tenía un defecto físico muy vistoso, era jorobado) y sus empresas superiores y espirituales, vive poseído por el miedo angustioso que le provoca su propia existencia. El hombre, pues, se enfrenta con su existencia, con sus límites y temores, con las contradicciones que supone el estar aquí, en el mundo. El hombre se encara con las preguntas que este hecho implica: ¿por qué, para qué, desde dónde, hacia qué? Son preguntas que rebasan una respuesta racional.


            "Yo no soy, decía Kierkegaard, un hombre sereno; estoy triste hasta lindar con la mayor amargura". Y decía también: "Se puede todo lo que se quiere, pero solamente una sola cosa no: aliviar la melancolía que me tiene en su poder". Esta y otras situaciones existenciales, las cosas del mundo revelan al hombre la angustia, la desesperación de su caducidad. Kierkegaard, para no vivir en la más absoluta soledad, tiende, se proyecta hacia el Absoluto. Esto lo sume en la tristeza, en la melancolía. Pero, como dice Gurméndez, en este sentido se puede afirmar que la melancolía es el recogimiento de la tristeza, un sentirse mal, tal vez desgraciado, e infeliz, pero protegido en cierto modo por su propia melancolía en la tranquilidad de sus propios límites.


            La tristeza y la melancolía, semejantes pero diversas, ayudan a penetrar los comportamientos, las decisiones, las opciones de un individuo, tanto racionales como irracionales. Por otro lado, la tristeza es la síntesis de sucesivos entristecimientos, y origen de todos los sentimientos, "la gran tristeza" de que hablaba Dante, que se manifiesta con un suave letargo de la energía vital. De ahí deriva la melancolía que Spinoza define como "una disminución de la potencia activa del cuerpo".


            El melancólico sufre un exceso de sensibilidad pueril frente a los acontecimientos del mundo externo, lo cual demuestra su debilidad y fragilidad íntima. Kierkegaard afirma: "Ya desde niño he estado bajo el poder de una tremenda melancolía, cuya profundidad encuentra su expresión verdadera únicamente en la prontitud, igualmente tremenda, que me fue concedida de esconderla bajo una aparente alegría de vivir. Pero mi verdadera alegría consistía en el hecho de que nadie fuera capaz de descubrir lo infeliz que yo era. Kierkegaard recuerda también que siempre tuvo muy claro que él no debía buscar alivio ni ayuda en los demás. "En mi melancólico amor por los hombres, pensé siempre en ayudarlos, en procurarles alivio..."


            La soledad era para el joven Kierkegaard un tormento y a la vez un alivio. Se consideraba, por un lado, un hombre solo, un pobre hombre precipitado, siendo un niño todavía, en la más miserable melancolía. Por otro lado, el ser triste o melancólico lo protegía de los peligros y de las amenazas del mundo. El triste sabe defenderse de los dolores que lo pueden perturbar o, incluso, destruir; el melancólico cambia en dulzura la amargura de su tristeza.


            La melancolía, para Kierkegaard, es un tormento, y él, "vir melancholicus", la vive así dentro de sí, consigo y en la indiferencia de los demás. Para Guardini, el sufrimiento que provoca la melancolía tiene un carácter particularmente íntimo, es algo indefenso, interior, desnudo. Para él, la melancolía, en general, pero especialmente en el filósofo danés, constituye un enigma que consiste, sobre todo, en una rebelión de la vida contra sí misma, en la contraposición del impulso de la autoconservación y el impulso de la autodestrucción. Esto lleva al melancólico al temor a los hombres, a esconderse, a la soledad.


            Termino este breve análisis de la melancolía en Kierkegaard poniendo de relieve, pudiéramos decir, el aspecto positivo de la melancolía. En este sentido, es la expresión de la situación del individuo que lucha para despejar los caminos bloqueados, para abrir los canales de comunicación. Es la misma melancolía, como síntoma, como expresión o manifestación de una situación de escondimiento y de soledad, en aparente paradoja, la que empuja al hombre melancólico hacia la liberación y la creatividad. El espíritu religioso que se esconde en lo íntimo del hombre y la misma melancolía (la melancolía positiva de Romano Guardini y de Carlos Gurméndez, en sus respectivas vertientes religiosa y laica) desencadenan, ponen en acto los recursos dinámicos escondidos en lo profundo del hombre-individuo.


     Aquí empieza el saneamiento de la escisión, de la división de la persona. Aquí empieza la relación con el Transcendente, lugar de encuentro de todo nuestro yo con todo nuestro nosotros. Por esta razón, el empuje sugerido por la melancolía tiende a abrir una brecha en nuestras dudas y vacilaciones, en nuestro ser personal y cerrado, egoísta e insolidario; una brecha anímica, emotivo- intelectual, de búsqueda, dialogante, de disposición permanente hacia el altruismo.

            La melancolía pasa de esta manera a desempeñar un papel creativo; se convierte en una apertura disposicional del sujeto a someterse al ritmo de una existencia -no podemos olvidar que el deseo de fuga, de escondimiento, de abandono, e incluso la misma depresión, están al acecho, y que estas aperturas son muy frágiles- donde no tenga lugar ni la ausencia de un interlocutor transcendente ni la presencia de una soledad desolada.

            La melancolía, en último análisis, no es otra cosa sino deseo de amor. Amor unitivo, reconstructivo, amor en todas sus formas, en todos sus grados; desde la sensibilidad más elemental hasta el más alto amor del espíritu. El impulso vital, el corazón de la melancolía es el Eros: deseo de amor y de belleza. El melancólico desea encontrarse con lo absoluto, pero bajo especie de amor y de belleza.



Roma, mayo de 2015                                                             

Guillermo Martín Rodríguez

jueves, 17 de junio de 2010

A VUELA PLUMA 3



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ESPERANDO AL AUTOBÚS MEDITACIÓN CON DEVANEOS Y
DIVAGACIONES “Extra locum”
Roma, 15 de julio de 1972
Guillermo Martín Rodríguez


Son las 8 de la mañana de un día de principios de julio. En verano amanece muy pronto en Roma. Desde muy temprano, la ciudad se llena de luz y de bullicio. Los viejos palacios y las numerosas ruinas que, como manchas de leopardo, tachonan la ciudad, parecen estar en una simbiosis especial con el sol. Los juegos de luces y sombras son una obra de arte. Plaza Navona y la vista de la cúpula de San Pedro, desde el Tíber, abren sus ventanas a la luz del alba y se empapan de ella, derramándola luego sobre propios y extraños. Pero es la Plaza de San Pedro la que, en días de celebraciones especiales, iluminada por el sol naciente y desde primeras horas de la mañana, acoge ingentes multitudes de personas que, impacientes, esperan la aparición del Santo Padre.


Plaza de San Pedro en la celebración de una liturgia solemne presidida por el Santo Padre


Juan Pablo II celebrando una Misa solemne en la Plaza de San Pedro - Liturgia de la Palabra - Guillermo Martín Rodríguez hace una de las Lecturas


Puente sobre el Tíber, Hospital del Santo Espíritu y la cúpula de San Pedro


Plaza Navona

Yo tengo cita con el profesor Manuel Tejera de Meer, salesiano, un gaditano relativamente joven, inteligente, alegre, siempre de buen humor, fácil, como buen andaluz, a las frases que te arrancan la carcajada casi sin darte cuenta. Es bastante guasón y parece que te está tomando el pelo por su forma de dirigirse a ti, pero no es así y lo deja percibir enseguida. Muy pronto te sientes subyugado por su modo de hablar, por su deje andaluz, aún fresco a pesar de largos años fuera de su Cádiz natal, y por la exactitud y precisión de su lenguaje tanto técnico como natural, es decir, ese lenguaje compuesto del habla y del contexto en que se habla. Bajo de estatura y regordete, calvo y de ojos muy vivos y escrutadores, es muy exigente y a la vez muy disponible para hablar con los alumnos; muy bien preparado en test proyectivos, en interpretación de los mismos y en técnicas psico-terapéuticas, temas en los que está especializado. Pero su preparación no es menor en temas freudianos, en especial en psicología profunda.


Carlos Castilla del Pino (1922-2009)

Estoy haciendo la tesis con él sobre “La culpa en la obra de Carlos Castilla del Pino”, y le voy a presentar el esquema completo de la misma para empezar a desarrollarlo, pues ya tengo la bibliografía necesaria. He podido hacerme con todas las obras de Castilla del Pino publicadas hasta ahora. He tenido la suerte de que de Don Onofre, a quien he conocido como maestro en El Barraco, Ávila, junto con Don Ramiro, Don Jesús y Doña Mari, me informara de que un hermano suyo podía darme una mano en este cometido, ya que en estos años está trabajando en Córdoba, ciudad de residencia de Carlos Castilla del Pino, y con toda seguridad me puede conseguir la obra completa del famoso psiquiatra español. Y así ha sido. Con su ayuda he podido reunir todos los escritos publicados hasta el momento. Entre ellos uno titulado precisamente La culpa. No obstante, este tema se puede encontrar tratado, desde diversas perspectivas, con mayor o menor extensión, según los casos, en el resto de sus obras.

El trayecto que me espera hasta la Universidad Pontificia Salesiana es largo y tengo que coger dos autobuses: el 27 desde Plaza Dunant hasta la estación de Términi, y el 36, desde Términi hasta la Plaza del Ateneo Salesiano, sita en la periferia romana en el barrio de Monte Sacro, en la zona noreste de Roma. Una cartera en la mano, con un par de libros y un voluminoso cuaderno para apuntes. Y ahora a esperar, dando rienda suelta, mientras tanto, a la imaginación, dejando vagar mis pensamientos por parajes imprecisados y, de entrada, también imprecisos, que poco a poco se van concretando y circunstanciando, dando ambiente, tiempo y espacio a mis recuerdos. La palabra circunstancia o circunstancias, en su sentido más puramente orteguiano, unas veces como tal vocablo y otras como inspiradora semántica o como substrato de textos y contextos, de asociaciones de recuerdos y de eventos de mi pasado, es la que va a serpear a lo largo de estas meditaciones mientras espero el autobús.

Meditaciones con apacibles devaneos, en su sentido más constructivo de distracción y pasatiempo, y con no menos cándidas divagaciones entendidas, en lo que cabe, como íntimos escarceos, asumiendo en ellos, no sólo mis pensamientos, que, laboriosos me traen al presente historia o historias pasadas, sino también mis circunstancias actuales, el entorno que, en el presente, forma, a su vez, un totum con el pasado. Pero no cabe duda de que muchas de estas circunstancias, “que forman parte de mi realidad actual, realidad fluyente que es, a la vez, vida humana, mi vida”, puedan parecer “dislocadas” “extra locum”, fuera de lugar; y es que las cosas fuera de lugar tienen también su lugar entre las cosas.

♣♣♣ ♠♠♠ ♣♣♣

En estos momentos está pasando una vespa de tres ruedas, con una carrocería de esas que se usan para transportar mercancías. Por aquí la llaman moto-carro. La llevan llena de cajas de fruta, entre ellas algunas de manzanas, procedentes de Chile, a juzgar por los letreros de las cajas que las contienen.


Vespa para mercancías

En la diminuta cabina de la vespa van dos personas, muy incómodamente por cierto, pues se las ve tan apretadas que parece que las han metido con calzador. Son dos jóvenes, un chico y una chica. Ambos están de buen ver, entrados más en peso que en años. Viéndolos se nota que el trabajo no les impide crecer en anchura. Deben visitar a menudo las Trattorías de Trastévere, barrio famoso por sus múltiples locales populares de restauración donde propios y extraños se refocilan -en el sentido más estrictamente culinario- con sus suculentas pizzas. Se ve que los dos jovenzuelos se lo pasan muy bien pues ríen y bromean que es un gusto. Hablan fuerte para poderse entender sobre el ruido de bocinas y motores. Se perciben claramente su acento y sus frases en romanesco, el dialecto romano, que se habla a la perfección en Trastévere.

He de decir que este barrio romano empieza en la estación ferroviaria del mismo nombre, que se encuentra a cien metros escasos de la Plaza Dunant, donde estamos esperando nosotros al autobús 27, y termina prácticamente en el Puente Garibaldi, sobre el río Tíber, yendo hacia el centro de la ciudad. Una vez que el semáforo se puso verde, ya que se habían detenido a nuestro lado, donde hay uno, arrancaron con su moto-carro hacia Viale dei Quattro Venti. Durante la duración del semáforo en rojo no dejaron de reír y bromear. Seguro que era el nerviosismo y la situación de peligro la que aumentaba en ellos la adrenalina, pues daba la impresión de que las puertas de la cabina de la moto se iban a abrir de golpe, de un momento a otro, por la fuerza de la presión de sus cuerpos en el interior, tirándoles por tierra y dejándolos a merced de los coches que, cada vez más numerosos, circulaban por la calle. Les vemos alejarse hacia la zona del Janículo. En el trayecto en que todavía son visibles, antes de desembocar por la primera curva del Viale dei Quattro Venti, no ha ocurrido nada. Las puertas son más seguras de lo que parece. Y además, en los alrededores no se ven policías que les puedan poner una multa, ya que no está permitido que en este tipo de vehículo vaya más de una persona. Por lo tanto ¡ancha es Castilla!

Pero no es la pareja de gorditos, enlatados como dos atunes en la cabina del moto-carro, ni su melodramática situación, sino que son las manzanas chilenas que he visto en las cajas de la carrocería, las que impulsan mi pensamiento a parar mientes concretamente en este tipo de fruta. Si, como afirma Ortega y Gasset, el pasado, mi pasado, forma parte de mi circunstancia, no me queda más remedio que hacer una escapadita a mi época infantil. ¿Que qué tienen que ver las manzanas con mis circunstancias? ¡Pues claro que tienen que ver! Recuerdo que en mi pueblecito de la serranía de Gredos, Puerto Castilla, en el Valle del Aravalle, afluente del Tormes, en el que desemboca casi a las puertas de la misma Villa del Barco de Ávila, en mi pueblo, digo, no existían los manzanos ni las manzanas. Y he de decir que había muchos y recogíamos muchas. Pero tenían otro nombre. Los manzanos eran conocidos como perales y las manzanas como peros.

Las discusiones con los chavales que llegaban a veranear al pueblo, procedentes de Madrid, eran animadas y a veces exaltadamente intensas, pero nunca llegaba la sangre al río, como suele decirse. ¿Cómo se permitían llamar manzanas a los peros? Se veía claro que vivían en una ciudad donde no hay perales ni peralas. Los perales daban peros y las peralas peras. Como ocurre con todo, solíamos consultar a los grandes sobre estas cosas, especialmente cuando se trataba de tierras, cultivos, ganados, plantas o frutas. Nos decían que se llamaban peros y los árboles perales. Sobre las peras y las peralas no solía haber casi discusiones. Sin embargo perala, como vocablo, no existe, no aparece en el Diccionario de la Real Academia Española. Y no existe porque el verdadero nombre del árbol que produce peras es el de peral y se denomina peraleda al bosquecillo o plantación de perales. Estas palabras sí que están en el Diccionario con los significados que acabo de indicar. Pero esto tampoco lo sabían los que venían de Madrid. Por eso el tema de las peras y las peralas quedaba un poco en la sombra. Bueno, en definitiva, casi no había problema, ya que pera y perala, fruto y árbol que lo produce, son femeninos. Y esa concordancia parecía que nos ponía de acuerdo.

No obstante, existe la palabra Perala como apellido, nombre de alguna población en la región extremeña, una comarca en las cercanías de Cáceres, etc. Por lo que respecta al peral y a los peros coincidían también en género masculino, pero el problema no era éste sino el conflicto, la confusión que nos creaban los de Madrid al llamar al árbol manzano y al fruto manzana. Lo que nosotros les cuestionábamos era de dónde habían sacado esos nombres…


Manzano (Peral-Pero) en flor


Manzanas (Peros)


Peral en flor


Peras

Un buen día -con el pasar del tiempo todo podía ocurrir, como en realidad ocurrió, aunque para ello pasaran meses o incluso algunos años-, un buen día, digo, se nos derrumbó el sombrajo que nos amparaba y nos hacía defender a capa y espada nuestros ancestrales vocablos: perales y peros. Hay que decir que cuando pasaban estas trifulcas veraniegas entre señoritos de Madrid y plebeyos del Aravalle, todo se olvidaba y las aguas volvían a su cauce. Había veranos que ni siquiera salía el tema. Por eso nos duró tan largo tiempo la guerra de los peros contra las manzanas. Pues nada, lo que venía diciendo, se nos cayó el tenderete con todos los cachivaches. Y fue que un verano se le ocurrió a Paco el de tía Adela preguntarle a Isaac el de tío Isaac Monta, que estudiaba en el Seminario Menor de Ávila, sito en Arenas de San Pedro, cómo llamaban allí a los peros y a los perales. Isaac, que debía tener ya 17 ó 18 años, digno de toda confianza, buena persona, alegre, simpático, inteligente, dijo sencillamente que el nombre con el que se conoce generalmente tanto al árbol como al fruto es respectivamente manzano y manzana.

Le faltó tiempo a Paco para comunicar la fatal noticia a toda la chavalería puertocastellana. Todos lo supimos y todos callamos. Un velo de silencio cayó sobre el tema. ¿Habíamos pecado de presuntuosos y soberbios respecto a los señoritos de Madrid? Lo peor del caso es que, al parecer, ellos tenían razón y esto nos resultaba, más que humillante, una tomadura de pelo por parte de nosotros mismos, una tremenda broma de mal gusto, una befa inaudita, una burla increíble, una mofa atroz. Y todo por culpa de nuestra arrogancia; por querer ser siempre más que los demás, sobre todo más que los señoritos de Madrid. La verdad era que, en realidad, la mayor parte de las veces, ellos estaban mejor preparados que nosotros en todo aquello que quedaba fuera de nuestro mundillo agrícola y ganadero. Pero habían demostrado que en un sector que nos pertenecía, como era el de los árboles frutales más abundantes y comunes de nuestro terruño, los “perales” y sus ricos “peros”, nos habían ganado. Esa era la dura realidad.

En mi interior, a causa seguramente de mi testarudez y de mi insistencia en buscar el por qué de las cosas, no llegué a aceptar del todo la derrota, y me propuse averiguar más, preguntar a diversas personas sobre la cuestión. Estaba convencido de que las palabras pero y peral no habían surgido “por arte de birlibirloque”, por magia o por encantamiento. Mi costumbre y mi confianza en él me indujeron de inmediato a buscar una respuesta en la persona de mi abuelo Felipe, conocido en el pueblo como tío Pepe o tío Pepito, pues así se llamaba su padre, mi bisabuelo. Nuestra familia, por parte de mi madre es conocida como los Pepitos. Mi abuelo era famoso en el pueblo, muy estimado como narrador de historias y aventuras que encandilaban a niños y no tan niños.

Su vida había sido toda ella una aventura, por lo que, casi siempre, era el protagonista de las increíbles empresas, a veces muy arriesgadas, que contaba a todo aquel que las quería escuchar mientras tomaba el sol en los sifones del Corralillo, la plaza de Puerto Castilla. Su auditorio, siempre muy abundante, estaba compuesto principalmente de niños y niñas, que impacientes y anhelantes le pedían que les contara historias concretas, reoídas ya mil veces, pero siempre nuevas debido a las añadiduras de nuevos detalles, “olvidados”, decía él, y que “ahora me han venido a la memoria”. Pues bien, sin dudarlo, aproveché que estaba sentado en el poyo de la puerta de mi casa, pues ese mes le tocaba estar con nosotros. Ya hacía algunos años que había dejado sus actividades, primero como ganadero y luego como carnicero. Casada su última hija, mi tía Carmen, y siendo ya bastante anciano, mi abuelo pasó a depender de los cuidados de las tres hijas y de una nuera, que se ocupaban de él un mes cada una.

En pocas palabras le expuse mi problema y lo que quería saber a propósito de los nombres pero, peral, manzano y manzana. Mi abuelo, que se había recorrido a pie media España, pues había sido ganadero de reses menores, es decir, ovejas y cabras, y como tal había practicado con su mujer e hijos la transhumancia, y había trabajado en la construcción de los primeros ferrocarriles de Ávila, Salamanca, Cáceres, Badajoz y en algunas provincias de Andalucía, seguro que conocía el tema muy bien. Me dijo, sonriendo, que el nombre más común era el de manzano y que el fruto se llamaba, por tanto, manzana. De eso no había duda. Pero que en algunas zonas de España, como la nuestra, por ejemplo, se llamaba pero al fruto y pero también al árbol. Sólo que en nuestra zona al pero, como árbol, se le denomina peral, obligando así a llamar perala al árbol que produce peras, para no confundir un árbol con el otro.

Es curioso observar que -a mi modo de ver- esos dos nombres (peral y perala) son producto de la ternura y del cariño de nuestra gente hacia dos árboles muy populares y muy cultivados en la zona, y de cuyos frutos se ha nutrido a lo largo de su historia. Había que distinguir entre pero y pero, entre árbol y fruto. Nada mejor que tomar prestado el nombre del árbol de la pera, el peral, que es de género masculino, como pero, y aplicarlo al árbol pero. Quedaba bonito eso de pero y peral. Incluso tienen un sonido agradable. ¿Y qué hacer con la pera? Siendo peral el árbol de la pera y habiéndolo aplicado al pero, surgía de nuevo la confusión, porque eran dos árboles con el mismo nombre que producían frutos distintos. La intuición, la imaginación y la fantasía de nuestro pueblo, a la vez que su espíritu poético y sensible, inventa la palabra adecuada: perala. Perala es el femenino de peral, así como pera es el femenino de pero. Como se ve, detrás de este aparente ajuste o juego de palabras, se esconde el corazón, la inteligencia de un pueblo que humaniza, que atribuye sentimientos, a modo humano y desde hace siglos, a dos vegetales. Dándoles nombre los posee, los hace suyos, los protege, los entrega unidos, no confundidos, a la posteridad.

No perdamos de vista que en el inconsciente colectivo popular la pera es vista y percibida, debido a su estructura, a su forma, y tal vez también a su sabor, como una fruta de cualidades muy femeninas, lo que la hace particularmente simpática y atractiva. Y más aún, hasta sensual, por su forma, si la comparamos con las cualidades de la manzana.


Mujer manzana y mujer pera

Quiero terminar esta larga disquisición personal sobre el pero diciendo que, según el Diccionario Enciclopédico Salvat, el pero es «una variedad de manzano, cuyo fruto es de unas tres pulgadas de diámetro, ovalado y por los extremos chato, de color verde que tira ligeramente a amarillo y de carne blanca, verdosa, dura y de gusto agradable. Fruto de este árbol». Es claro que, al fin y al cabo, esta definición nos daba razón también a nosotros. La conclusión es que, si los niños bonitos de Madrid tenían razón al llamar manzanas a los peros, también teníamos razón nosotros, los no menos niños bonitos puertocastellanos, al llamar peros a las manzanas. ¿¡Qué se creían, que porque fueran de Madrid lo iban a saber todo!? Pues ¡no señor! Las cosas como son.

La guerra de las manzanas y los peros había terminado sin vencedores ni vencidos. Nosotros nos quedamos con nuestros peros y ellos con sus manzanas. Pero tanto los de la ciudad como los de la aldea habíamos salido ganando. Habíamos aprendido que los peros se llaman también manzanas y las manzanas peros.

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A menudo es inútil llegar pronto a la parada porque los autobuses no respetan los horarios establecidos. Por eso puede decirse que la espera es, siempre o casi siempre, larga, muy larga. Pero, por lo que a mi respecta, no deja de ser un buen momento para pensar, reflexionar o meditar en lo que me rodea. Es el momento en que la mente se mueve de una parte a otra llevando al pensamiento por derroteros poco explorados, casi olvidados, escondidos en los recovecos de la memoria, pero que un día fueron importantes, significativos.Las asociaciones de ideas, de acontecimientos pasados, de situaciones cuyos contornos parecen esfumados, se agolpan, y a duras penas consigues poner un poco de orden en esa barahúnda de cosas. Dado que no tienes más remedio que esperar, pues el autobús no llega, el ejercicio asociativo te ayuda a traer al presente retazos de un pasado, por otra parte, no muy lejano, y a que cunda el tiempo de que dispones, “tiempo de espera” y, a la vez, “tiempo de esperanza”.

No cabe duda de que, en ese momento, mi acto de pensar y de meditar echa mano, no sólo de una memoria que recuerda tiempos que fueron, más o menos lejanos o cercanos, sino que también se aprovecha de unas circunstancias que me envuelven “hic et nunc” y que forman parte de mi realidad actual, realidad fluyente que es, a la vez, vida humana, mi vida. “Se trata de una forma de existencia”, según el pensamiento de Ortega y Gasset, comentado por A. López Quintás en su Filosofía española contemporánea, “que ofrece un modo de despliegue sobremanera complejo, ya que cada movimiento o acto suyo altera la dinámica situacional de la que él mismo procede.


José Ortega y Gasset (Madrid: 1883-1955)
Yo soy yo y mi circunstancia


“Del mismo modo que, a su vez, el conocimiento humano riguroso no florece en posiciones de alejamiento aséptico respecto a los objetos-de-conocimiento, sino en la cercanía eminente que funda la con-creación mutua de ámbitos con los seres del entorno, sigue diciendo el Prof. Quintás, así el ejercicio de la razón debe darse en dialéctica con la circunstancia situacional que rodea al hombre en cada instante determinado”. Es claro que pone el sello a este concepto de la circunstancia situacional y existencial la famosa frase que Ortega desliza casi incidentalmente en sus Meditaciones del Quijote (1914) «yo soy yo y mi circunstancia», elevada por él del plano biológico al ontológico, y de la que diría años después, al echar una ojeada retrospectiva, en el prólogo a sus Obras, que condensaba «en último volumen» su pensamiento filosófico. Para Ortega “el hombre rinde el máximum de su capacidad cuando adquiere la plena conciencia de sus circunstancias. Por ellas comunica con el universo. ¡La circunstancia! Circum stantia! ¡Las cosas mudas que están en nuestro próximo alrededor! Muy cerca, muy cerca de nosotros levantan sus tácitas fisonomías con un gesto de humildad y de anhelo, como menesterosas de que aceptemos su ofrenda y a la par avergonzadas por la simplicidad aparente de su donativo” (Meditaciones del Quijote, 1914).

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Echo una ojeada al comienzo del Viale dei Quattro Venti, una calle arbolada que se va empinando poco a poco hasta casi llegar al Gianicolo. De esa parte debe llegar el ansiado 27. Pero nada, ni asomo del mismo.


Vista de Roma desde el Janículo

El Gianicolo, en español Janículo, es el mirador más conocido y frecuentado de Roma, con unas estupendas vistas al centro de la ciudad. Se encuentra sobre el barrio del Transtíber (Al otro lado del Tíber, Trastévere) y linda con la zona del Vaticano y Monteverde. El nombre de esta colina deriva, al parecer, del dios bifronte latino llamado Jano; la leyenda dice que tal deidad había fundado allí una población llamada Ianiculum. Jano era el dios de las puertas, los comienzos y los finales. Siendo bifronte, es decir, que tiene dos caras y dos cabezas pegadas una a otra por detrás, con una mira hacia la puerta del final del año, que se cierra, y con la otra hacia la puerta del comienzo del año, que se abre. Por eso le fue consagrado el primer mes del año (que en español pasó del latín Ianuarius a Janeiro y Janero y de ahí derivó a Enero).


Busto romano del dios Jano bifronte Museo Vaticano

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Sigo moviendo lentamente mis pies, recorriendo una y mil veces, en cortos paseos, el breve trayecto de acera dedicada a la parada del autobús. Mientras tanto, mi pensamiento sigue su curso de asociaciones de ideas, de imágenes, de personajes, de circunstancias, de situaciones centradas en torno a la frase y a la persona de Ortega y Gasset, filósofo español (1883-1955), “instaurador de un nuevo modo de pensar”, en palabras de mi profesor de Historia de la Filosofía, cuya esbelta figura se dibuja nítidamente en mi mente, mientras, desde la calle de la Inmaculada, entraba en la zona del Seminario de Ávila y subía con afanoso esfuerzo, pues le falta un pulmón, la repentina cuestecilla que le llevaba a la entrada del edificio.

“La vida, la vida humana es, para Ortega, con el mismo sentido que la existencia de Heidegger, escribe Don Alfonso en su libro “Filosofía, la Verdad y su Historia” (pág. 481), el objeto propio de la metafísica; un objeto cuya realidad consiste en “llegar a ser”, en hacerse continuamente a sí misma en íntima comunión con su circunstancia: “Yo soy yo y mi circunstancia”; me encuentro, aquí y ahora, en una circunstancia, rodeado de cosas con las cuales tengo que contar para vivir. Circunstancia, a la letra, es todo cuanto me rodea, todo lo que encuentro y no soy yo: el mundo físico en torno, el mundo social en que vivo, el pasado histórico, también mi cuerpo y mi índole propia con los cuales me encuentro”.

Este es el caldo de cultivo en el que van surgiendo y desarrollándose mis reflexiones: mis circunstancias, todas, pues desde el punto de vista del yo y de la vida, de mi vida, la categoría fundamental es la del futuro (la vida es futurición), pero desde el punto de vista de la circunstancia es más importante la categoría temporal del pasado y más aún la del presente, la del ahora: decidimos nuestro futuro, pero para realizarlo tenemos que contar con el pasado, servirnos del presente y actuar en el presente. El futuro que nos espera no es uno cualquiera, es “nuestro futuro”, el que nos corresponde a partir de nuestro presente, de nuestro ahora, del mismo modo que el pasado no es el de otras épocas, es el de nuestro presente. En nuestro presente, tanto individual como social, se resume o concentra el pasado. Es nuestro destino, “nuestro tiempo es nuestro destino”.

Estuve con Don Alfonso en Ávila en las últimas vacaciones de Navidad, las de 1971. Un hombre, Don Alfonso Querejazu Urriolagoitia -ese es su nombre y apellidos-, que sigue evocando en mí momentos inolvidables; que continúa suscitando emociones indecibles por su humanidad, por su profunda sabiduría e inmensa erudición, por su espiritualidad sacerdotal y por su misticismo, abrevado en los veneros más genuinos y auténticos: Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz.

Es capellán de las Carmelitas Descalzas del Monasterio de San José de Ávila, conocido como Las Madres, fundado el 24 de agosto de 1562 por Santa Teresa. Con esta fundación la Santa dio comienzo a su Reforma de las Carmelitas, que luego, con San Juan de la Cruz, se extendería a los frailes de la misma Orden. El convento de Las Madres fue el primer Carmelo de Santa Teresa, su primer palomarcito, como llamaría luego en el libro de Las Fundaciones a los conventos que iba fundando. Hablando de ellos (F 4, 5) la Santa dice: «Pues comenzando a poblarse estos palomarcitos de la Virgen Nuestra Señora, comenzó la Divina Majestad a mostrar sus grandezas en estas mujercitas flacas, aunque fuertes en los deseos y en el desasirse de todo lo criado, que deve ser lo que más junta el alma con su Criador, yendo con limpia conciencia».


Convento de San José o de Las Madres Primer “Palomarcito” fundado en Ávila por Santa Teresa de Jesús en 1562

Don Alfonso, Calle de San Segundo, 26, frente al cimborrio de la Catedral. A poco más de 50 pasos hacia la izquierda, el Paseo del Rastro, lugar de horizontes abiertos y de magníficos ocasos, que se prestaban, con risueña complicidad, a aumentar su colección, pues Don Alfonso solía decirnos: “¡Señores míos! Yo soy un coleccionista de atardeceres”.


Don Alfonso Querejazu Urriolagoitia en un Café de Ginebra,Suiza, Representante de Bolivia ante la Sociedad de Naciones. Año 1933

Fascinante “profesión” era aquella a la que nos invitaba con emocionado entusiasmo. Yo recuerdo con frecuencia y satisfacción las dos “colecciones de atardeceres” que, en su compañía, tuve la oportunidad, la alegría y, por qué no decirlo, el privilegio también de recopilar en la retina de mis ojos y en el álbum inagotable de mi alma: la de los atardeceres del Paseo del Rastro, donde el sol, entornando cansinamente sus enrojecidos ojos, se despedía de las murallas de Ávila y del Valle Amblés, transportado, camino de Gredos, a los familiares valles de poniente en los brazos robustos, acogedores, de suaves y onduladas cimas de la Serrota.


La Serrota de Ávila - Cerro del Santo 2.294 m.

La otra “colección de atardeceres” tiene que ver precisamente con los luminosos crepúsculos de Gredos. Allí Helios, llevado de la mano por sus hermanas Selene, la luna, y Eos, la aurora, iba saltando de pico en pico, de torre en torre, de espadaña en espadaña, que, innumerables, constituyen la arquitectura de aquella inmensa catedral de roca viva que es Gredos. Desde estas alturas puede vérsele recorrer lentamente las dehesas extremeñas de la transhumancia, siguiendo el fluir del Tajo y sumergirse, una vez acariciada la rezagada Lisboa, en las aguas del océano rumbo a las Américas, donde le esperan los Andes como centinelas del alba, advertidos de la llegada por Selene y Eos que, presurosas, se han adelantado a Helios. Éstos son los atardeceres de Gredos, amplios, cromáticos, sin estridencias. Te reconcilian contigo mismo y con los demás, y hasta con la misma naturaleza, que tales bellezas ofrece. De ahí la necesidad, muchas veces, de gozar de ellos en compañía, con la mirada perdiéndose en el horizonte.

Don Alfonso, Las Madres, el Seminario, Gredos y las Conversaciones Católicas que se celebraban en su Parador Nacional, lugares, todos ellos, de amplios horizontes que se nos abrían de manera insospechada e inesperada al crecimiento, al diálogo, hecho no sólo de palabras, sino de convivencia con maestros del pensamiento, de actitudes nuevas, efecto de cambios interiores, de vivencias hechas de liturgia, de canto gregoriano, de reflexiones meditadas y saboreadas, de exposiciones -que no conferencias- doctas, sencillas y claras, de romances viejos y de antiguas coplillas populares.

No eran pocas las veces que, al atardecer, tres o cuatro de nosotros, los seminaristas, bajábamos acompañando al poeta Luis Rosales hasta la Peña Histórica, situada casi al final de la ladera que, entre pinos, termina fundiéndose con el nemoroso valle que acuna, generoso y paternal, el nacimiento del Tormes. El día había sido muy fecundo. Los participantes en las sesiones de mañana y tarde, que eran todos, habían profundizado en el tema propuesto para ese año, y desentrañado, en lo humanamente posible, sus secretos. Recuerdo que un año el tema fue “la muerte”. Y precisamente ese año, poco tiempo antes de la celebración de las Conversaciones, había muerto la esposa de Carlos París, joven filósofo, catedrático de Filosofía de la Universidad de Santiago de Compostela. Era un participante habitual en las Conversaciones de Gredos. Era un matrimonio joven. Carlos París debía tener poco más de 30 años. No sé si la elección del tema fue provocada por ese acontecimiento o ya lo habían elegido antes. Don Alfonso solía proponer el tema con bastante antelación para que los intelectuales lo conocieran y prepararan, lógicamente, sus intervenciones. Nunca se improvisaba nada importante. Y los temas que se proponían lo eran, pues en torno a ellos giraba la convivencia, muy estrecha por otro lado, de los intelectuales durante esos días en las alturas silenciosas y acogedoras de Gredos.

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De nuevo mis ojos otean la parte alta de la Plaza Dunant, donde arranca el Viale dei Quattro Venti. Nada, el 27 no llega ni aunque lo arrastren con una grúa. La verdad es que no tengo prisa ninguna, pero la espera se va alargando demasiado. De todas maneras, las clases han terminado hace días en la Universidad. Voy a dedicar también un rato a la Biblioteca de la misma con el fin de bucear un poco en los Escritos de Jacques Lacan y sus relaciones con Claude Lévi-Strauss, Roland Barthes, y Michel Foucault, en especial desde la vertiente del estructuralismo lingüístico. La psicolingüística ha despertado en mí una fuerte atracción. He de decir que el tema de la lengua como instrumento que se hace realidad tangible en el habla, hecho de vocablos, de palabras colocadas en un contexto social, humano, culto y menos culto, este interés surgió de manera inesperada cuando empecé a conocer la obra del psiquiatra español Carlos Castilla del Pino, sobre todo su “Introducción a la hermenéutica del lenguaje”.

Como he dicho más arriba, en estos momentos estoy haciendo mi tesis sobre el tema de la culpa en su obra. Una frase de Lacan, citada por el psiquiatra de Córdoba, me había abierto una nueva perspectiva en la relación del lenguaje con la psicología, en especial con el psicoanálisis y la acción psicoterapéutica en general. “La psychanalyse, escribía Lacan, n'a qu'un médium: la parole du patient (El psicoanálisis no tiene más que un médium: la palabra del paciente”), pues la palabra del paciente es la única herramienta con que cuenta el analista. Tal vez la obviedad de la expresión y el hecho imprescindible y ordinario del empleo de la palabra en la relación psicoterapéutica no me había instado a centrar más mi atención en el uso irrenunciable de la palabra y en su ser elemento básico de la relación con el paciente.

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Mis pensamientos, como atraídos por un imán, se sienten despegados, en cierto modo, de alguna de sus circunstancias, de la espera del 27, arrancados del asfalto donde se apoyan mis pies, siendo llevados de nuevo a la calma, al silencio, a la serenidad de Gredos.


Parador Nacional de Gredos (Navarredonda-Ávila)

Ejemplares machos de Capra Hispánica

Vista panorámica del valle del Tormes desde la terraza del Parador de Gredos

Una vez más la figura de Luis Rosales, sentado con nosotros en la hierba, formando corro a los pies de la Peña Histórica, en un atardecer de mayo, se yergue elocuente. Nos sentimos atraídos por sus ademanes suaves y acompasados. Los espesos cristales de sus gafas no impiden a sus ojos aparecer en toda su expresividad y manifestar en toda su belleza la emoción que vivía dentro de sí, mientras nos acariciaba con su mirada, acompañando su palabra con la que parecía interpretar una música bucólica, propia del atardecer, cuando la vacada, con la polifonía de sus variados cencerros, de sonidos desiguales pero armónicos, se reunía en el fondo del valle, cerrándose en círculo protector alrededor de sus crías.

La brisa nocturna empezaba ya a corretear entre las ramas de los pinos, invitando a Orfeo a cuidar sobre todo de los ternerillos, infundiéndoles sueños tranquilos, sin lobos en el horizonte ni águilas rapaces en el cielo. Las vacas, con su cadencioso y reposado rumiar, ponían la base y acompasaban una especie de canción de cuna sosegada, lenta y monótona, pero eficaz, que acompañaba el sueño de sus crías hasta el alba.

En este lugar llamado 'Peña Histórica' tuvo lugar la unificación, en Febrero de 1934, de F.E. (Falange Española, fundada en 1933 por José Antonio Primo de Rivera) y de las J.O.N.S. (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalistas, creadas en 1931 por Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma Ramos), pasando a llamarse a partir de ahora F.E. de las J.O.N.S. bajo la dirección de José Antonio Primo de Rivera, Julio Ruiz de Alda y Ramiro Ledesma Ramos.


Peña Histórica de Gredos 1935

Pero lo que realmente sucedió fue una reunión especial de la 'Junta Política' con los Consejeros Nacionales y los Jefes Territoriales, en el Parador Nacional de Gredos, los días 15 y 16 de Junio de 1935. El asunto exclusivo a tratar era la posibilidad de una insurrección armada de la Falange Española, o lo que es lo mismo, preparar un Golpe de Estado en el cual José Antonio Primo de Rivera se autonombraría Jefe del Gobierno, en el cual también figuraban Franco, Mola y Serrano Suñer como Ministros de Defensa Nacional, Gobernación y Justicia, respectivamente. Un año y un mes después estallaba, como todos sabemos, la Guerra Civil española. José Antonio Primo de Rivera es encarceladi y juzgado con la acusación de inductor a la rebelión militar y es condenado a muerte.Fue fusilado en Alicante el 20 de Noviembre de 1936.
Francisco Franco se convirtió, tras el Decreto de Unificación, en el Jefe Nacional de F.E. de las J.O.N.S. y Caudillo del de 1975.

Con una voz un poco cascada, pero de tonos suaves y sones agradables, Luis Rosales, el poeta de Abril, del Retablo sacro del nacimiento del Señor, del Nuevo Retablo de Navidad, de La casa encendida, de Rimas y otras obras poéticas, nos hablaba a nosotros de nosotros, los seminaristas, de cómo nos veía como laico cristiano, del sosiego y la serenidad que infundíamos con nuestros cantos gregorianos en él y en todos los demás, en aquellos que nosotros llamábamos los intelectuales de Gredos. Nos hablaba con palabras que para nosotros eran poéticas o a tales nos sonaban, con cadencias rimadas y rítmicas, de la paz y del silencio que se respiraba en aquellos paisajes de increíble belleza; de la amistad fuerte que se iba consolidando, año tras año, entre ellos, y de lo importantes que éramos para todos, pues los ayudábamos a salir fuera de la rutina y del, a menudo, monótono discurrir de su tiempo, sumergiéndolos en un contexto religioso-natural único, pues Gredos, con todo lo que le rodeaba de humano y divino, era algo único y vivirlo de la manera en que lo hacían junto con nosotros, decía, era un auténtico privilegio, un verdadero e inmerecido honor. Así lo percibían ellos cuando se trasladaban a la colina, situada frente al Parador, donde se erguía la iglesita de piedra, con su pequeña espadaña, desde la que una campana y un alegre cimbanillo los advertían e invitaban a la celebración litúrgica.


Iglesita del Parador de Gredos Don Alfonso con tres amigos (Foto de los años 50)

Desde la puerta de la iglesita se domina un panorama impresionante con el pico del Moro Almanzor al fondo, formando una naturaleza exuberante de pinares y arroyos, praderas, oteros y laderas que van acompañando al Tormes desde su nacimiento, mientras se va haciendo grande camino de Barco de Ávila, de Salamanca hasta desembocar en el Duero en la misma frontera con Portugal. Rosales nos hablaba también de poesía, de su propia poesía, aunque no la nombrara. En ocasiones nos declamaba alguno de sus sonetos con voz sumisa, humilde, sin alardes. Nos hablaba también de la poesía popular, de los poemas anónimos, de esos que compone el pueblo, de la sensibilidad espiritual y humana de que están dotadas nuestras gentes.

No podemos olvidar que en una época de transitorio agotamiento de las vanguardias, como lo fue la postguerra, Luis Rosales emprende con Vivanco, José García Nieto y Ridruejo un movimiento de retorno a las formas clásicas, cuya figura emblemática es Garcilaso de la Vega, por lo que también se les conoce como 'los garcilasistas'. La obra de Luis Rosales, que abarca todo el período histórico de la postguerra, fue evolucionando desde un clasicismo a un estilo propio cercano al vanguardismo surrealista.

El poeta Luis Rosales Camacho Granada 1910 - Madrid 1992

El poeta de la belleza, de los sentimientos, de lo sublime, del amor, en aquellos atardeceres de Gredos, iba desgranando sus palabras, con el acento y el deje andaluz de su Granada natal. Palabras entreveradas de sugestivos silencios, como las cuentas de un rosario, mitad oración y mitad poesía, o, si se prefiere, poesía y oración al mismo tiempo. A veces cantaba, sobre todo coplas populares, en especial antiguos cantares de amor, destacando su intuición y densidad poética, su pureza de lenguaje, su limpieza de contenido, su ingenuidad amorosa y su intensa humanidad. Canciones que perduran porque hablan de un tema eterno, como es el amor, con el mejor de los lenguajes, el del espíritu. Y es eterno porque Dios, que es Amor, es eterno. Nosotros somos fruto de su amor y, orgulloso de nosotros, sus criaturas preferidas, nos ha confiado la continuación de su obra creadora, siempre con amor y en el amor. La poesía y la canción popular son expresión de ese privilegio concedido al hombre por su Creador. Por eso “hombre y mujer los creó”.

La poesía amorosa, la lírica del corazón, tiene sus orígenes en ese diálogo a distancia entre un hombre y una mujer. Y en ese diálogo no siempre era el hombre el que llevaba la iniciativa. Muy antiguas son las cantigas de amigo, que presentan rasgos comunes con las jarchas (composición lírica popular de la Hispania musulmana, que constituía la parte final de la muaxaha, a guisa de breve estribillo, escrito en lengua romance, pero con caracteres árabes, mientras que la muaxaha estaba compuesta en árabe culto. Aquí las tres culturas y las tres lenguas dominantes en la Península, el romance, el hebreo y el árabe, se entrelazaban con fructífera fecundidad. El tema principal es el amor.






EMCantigas de amigo - Miniaturas medievales llenas de complicidad, de simbolismos y de gestos amorosos

Las cantigas de amigo, que datan del siglo XII, de lenguaje sencillo y de una extensión mayor que las jarchas, se suelen poner en boca de una enamorada que espera a su amado en una ermita o a la orilla del mar, o, incluso, de un arroyuelo al amparo de un sauce, teniendo como confidente a la madre o en algunos casos a la misma naturaleza. En muchos casos la muchacha cantaba su canción de amor, su cantiga de amigo, en lo alto de un alcor desde el que veía espaciarse el horizonte, dominando la llanada, entretejida de caminos de ida y vuelta. Un día por allí volvería aquel mozo aguerrido y apuesto que se fue, caballero en alazán veloz, a recuperar retazos de la Hispania mora para que de nuevo fuera cristiana.

Muchos amigos se fueron, algunos volvieron, otros no. De estos últimos, unos murieron, pero otros se quedaron enredados en los encantos, siempre exóticos y misteriosos, de las hijas de Alá. Esto lo sabían las mozas castellanas. Por eso sus canciones, a veces, eran llantos, lamentos hechos palabras, expresión de extremo dolor, ya fuera por la muerte cierta del amigo, ya fuera por la traición o ruptura de un amor prometido y comprometido a los pies del Cristo de la ermita. Lo genuino, lo puro, lo espontáneo, lo natural, características de lo popular, es lo que impregna esa nuestra lírica primitiva de la que han bebido y participado posteriormente algunos de nuestros más eximios poetas.

Una canción de amigo muy conocida y de la que hablaba también Rosales, puesta en boca de una mujer, es aquella que dice:

Al alba venid, buen amigo,
al alba venid.

Amigo el que yo más quería,
venid al alba del día.

Amigo el que yo más amaba,
venid a la luz del alba,
Venid a la luz del día,
non traigáis compañía.

Venid a la luz del alba,
non traigáis gran compaña.


Este poemilla ha sido atribuido al Marqués de Santillana, don Íñigo López de Mendoza (1398-1458), pero sus orígenes son sin duda anónimos. Este poemilla es considerado un villancico popular, derivado de las canciones de amigo, donde la zagala invita al amado a encontrarse con ella a cualquier hora del día, incluso, o sobre todo, a las primeras luces del alba. Que venga solo, sin compañía, sin cantores ni rabeles, casi de incógnito, en el más absoluto anonimato, aunque el vecindario supiera o sospechara que era su amigo y su amado, juego de palabras fundadas en el sentimiento más antiguo y siempre actual: el amor.


Retrato del Marqués de Santillana

En la lírica tradicional, el alba, o la alborada, era un canto de amanecer en que una mujer espera la llegada del amado. Suele ponerse en boca de una muchacha que llama al amado amigo, igual que ocurre, como hemos visto, en las jarchas y en las cantigas de amigo, lo cual prueba que responde a una tradición extendida por toda la Península Ibérica, que luego se manifestó, de manera especial, en tres regiones y en tres lenguas: la Andalucía ocupada (mozárabe), Galicia (galaico) y Castilla, (castellano). Pero se ve con extrema nitidez que amor hace rima con dolor, y que es un sentimiento que no pocas veces conlleva sufrimiento.

Rosales, buen conocedor de Santa Teresa y de su obra, nos citaba aquella cancioncilla anónima que cantaban las novicias en el monasterio de San José de Ávila en la época de la Santa. Era una canción humana cantada “a lo divino”. Decía así:

“Quien no sabe de penas
en este valle de dolores
no sabe de cosas buenas
ni ha gustado de amores,
pues penas son el traje de amadores”.

Las canciones a lo divino tenían una indiscutible base popular. Precisamente San Juan de la Cruz tuvo ocasión de escuchar, a través de la enrejada ventana de su celda, las canciones que los mozos cantaban a sus amadas en las rondas nocturnas, cuando fue encarcelado por sus hermanos los frailes carmelitas de la antigua observancia (calzados), aherrojado en las mazmorras del monasterio de Toledo, desde el 2 de diciembre de 1577 hasta la segunda quincena de agosto de 1578, en que se evade de la prisión, llevándose consigo un cuaderno con varias poesías. He aquí un ejemplo de estas canciones a lo humano escuchadas por San Juan en Toledo:

Muérome de amores.
Carillo, ¿qué he de hacer?
Que te mueras, ¡alahé!

A la vista de estos versos y de otros semejantes, que eran de dominio común entre la mocedad de Toledo y otros lugares de la España del siglo XVI, cabe preguntarse con Rodolphe Hoornaert (L’âme ardente de Saint Jean del La Croix. Brujas. París, 1929, p. 31) “¿Sabían en esa época dónde terminaba lo profano y dónde empezaba lo divino?” No es la primera vez que el Padre Juan se inspira en un canto de amor profano. Al parecer, fueron varios en Toledo. Sor María de la Cruz, que fue una de las cuatro monjas con las que Santa Teresa fundó el Monasterio de San José de Ávila, afirma que esto ocurrió también en el Monasterio de los Mártires de Granada. Es probable que la religiosa se refiriera a la canción Un pastorcico solo está penado. Sabido es que el poema del Pastorcito es simple transposición de una poesía profana, que Sebastián de Córdoba había convertido ya “a lo divino”.


San Juan de la Cruz (1542-1591) Patrono de los poetas en lengua española desde 1952

El tema pastoril era recurrente en la época en que el fraile de Fontiveros escribió su declaración amorosa del Pastor Crucificado. San Juan de la Cruz tomó solo unas estrofas de ese poema. De las cinco que componen el poemilla del carmelita, sólo la última es completamente original, pero resulta genial para tornasolar “a lo divino” la epopeya del mayor desafío del amor. Los leves retoques en las estrofas precedentes son igualmente puntos de luz muy oportunos. Es la poesía -hecha originariamente para cantarla- que más se cantó en los “carmelos” o “palomarcitos” de la Madre Teresa, junto con el Cántico espiritual. El Padre Juan la escribió en Granada.

1. Un pastorcico solo está penado,
ajeno de placer y de contento,
y en su pastora puesto el pensamiento,
y el pecho del amor muy lastimado.

2. No llora por haberle amor llagado,
que no le pena verse así afligido,
aunque en el corazón está herido;
mas llora por pensar que está olvidado.

3. Que sólo de pensar que está olvidado
de su bella pastora, con gran pena
se deja maltratar en tierra ajena,
el pecho del amor muy lastimado.

4. Y dice el pastorcito: ¡Ay, desdichado
de aquel que de mi amor ha hecho ausencia
y no quiere gozar la mi presencia,
y el pecho por su amor muy lastimado!

5. Y a cabo de un gran rato se ha encumbrado
sobre un árbol, do abrió sus brazos bellos,
y muerto se ha quedado asido de ellos,
el pecho del amor muy lastimado.

Sebastián de Córdoba Sacedo (1545?-1604?), es un poeta casi desconocido, nacido y residente en Úbeda. No le citan los libros de texto. Pero seguramente no era desconocido para San Juan. Hasta es posible que lo conociera personalmente. Por lo menos hubo coincidencia temporal de ambos cuando el carmelita de Fontiveros fundó el primer Colegio de la Descalcez en Baeza, que era un importante centro cultural en Andalucía por su floreciente Universidad. En esos mismos años Sebastián de Córdoba residía y trabajaba en Úbeda, ciudad poco distante de Baeza. Hay quien afirma que el poeta jiennense influyó poderosamente en San Juan de la Cruz en lo que se refiere, naturalmente, a las versiones lo divino.

Fray Juan de la Cruz fue el primer Rector del Colegio. Era la primavera del año 1577. No cabe duda de que dicho centro universitario era al mismo tiempo un convento de la Orden reformada. Así lo quiso Fray Juan de la Cruz y así lo desearon los frailes, los estudiantes y los profesores de la Universidad. Era centro de estudios, sí, pero también convento, con todo lo que esta realidad significaba tanto desde el punto de vista de la reforma de la Orden carmelita, como desde el horizonte universitario que se abría ante los frailes, y ante la universidad misma de Baeza. Ésta había sido fundada por Rodrigo López, notario, nacido en esta ciudad andaluza, y por el sacerdote Juan de Ávila -hoy San Juan de Ávila- en el año 1540. Ambos eran judíos conversos o “cristianos nuevos”.

El año 1580, primer curso que pueden seguir los estudiantes descalzos, es rector de la joven Universidad baezana el Dr. Becerra, gran amigo de los Descalzos, uno de los que muy pronto irán a pedir consejo a fray Juan de la Cruz. En el año 1581 ocupa el rectorado el Dr. Pedro de Ojeda, otro de los grandes amigos de los Descalzos. Los consejos de Fray Juan de la Cruz eran muy solicitados, no sólo por el Rector y por los profesores de la Universidad, sino también por los mismos estudiantes. No olvidemos que él fue estudiante de la Universidad de Salamanca, la más prestigiosa de la España de entonces, y además había sido rector del Colegio de la Descalcez en Alcalá durante el año 1571. Este Colegio había sido fundado el año anterior por el P. Baltasar de Jesús, que, a la sazón, era prior de Pastrana.


Santa Teresa de Jesús (1515-1582) Por Peter Paul Rubens (1577-1640)

Corrían los últimos meses del año 1567. La Madre tiene 52 años. Se encuentra en la madurez de sus energías físicas, de sus ilusiones reformadoras y, puede decirse, también de su santidad. Está en Medina del Campo, donde acaba de fundar el segundo “palomarcito”, cinco años después de fundar el Monasterio de San José de Ávila. Busca un fraile que la pueda ayudar en el cometido de la reforma de los descalzos. Ya contaba con la ayuda incondicional de Fray Antonio Heredia, prior en ese momento de los carmelitas de Medina. Ella pregunta por algún joven carmelita universitario que tenga mucho espíritu. Le hablan del joven y diminuto Fray Juan de Santo Matía, que se encontraba en Medina, para celebrar su primera Misa. Tiene 25 años: su figura es menuda, rostro ovalado, tez morena, ojos vivos, mirada profunda. Un condiscípulo suyo, Fray Pedro de Orozco, le habla de él a la Madre: ese fraile de menguada estatura es un gigante en la virtud. Pronto se convencerá por sí misma que lo es no sólo en la virtud sino también en el talento. Tanto es así que le llamará su "senequita" aludiendo a su ciencia, y "santico de fray Juan" al hablar de su santidad, previendo que "sus huesecicos harán milagros".

En ese encuentro, el primero que celebran los dos grandes místicos, la Madre le habla a Fray Juan de sus proyectos de reforma para los frailes. Fray Juan le revela su intención de pasarse a la Cartuja. La Reformadora le ataja diciéndole que todo eso lo puede hacer en la Orden de la Virgen. Y ¡“cuánto más servirá al Señor” con ello! Fray Juan le promete hacerlo, pero con una condición: “que no se tarde mucho”. La Madre corre alborozada a comunicárselo a sus monjas: “Ayúdenme, hijas, a dar gracias a Dios Nuestro Señor, que ya tenemos fraile y medio para comenzar la reforma de los religiosos”. Santa Teresa, con esta frase, se refería a la estatura de los dos frailes: el P. Antonio Heredia, dos años menor que ella, hombre de buena estatura y arrogante presencia, era el fraile; mientras que el P. Juan, menudo de cuerpo y de estatura -parece que con dificultad llegaba al metro sesenta-, era el medio fraile. De ahí que la Madre dijera que disponía de fraile y medio para dar comienzo a la reforma de los carmelitas descalzos.

El 28 de noviembre de 1568, primer domingo de Adviento, tiene lugar la sencilla y transcendental ceremonia de fundación del primer convento de frailes descalzos. “Nos, fray Antonio de Jesús, fray Juan de la Cruz y fray José de Cristo, comenzamos hoy, 28 de noviembre de 1568, a vivir la Regla primitiva...” Firman los tres descalzos. Es la primera vez que truecan el apellido. Desde este momento el Reformador, el único que vestía ya el hábito de la Descalcez, confeccionado por las monjas de la Madre Teresa en Medina, se firmará siempre Fray Juan de la Cruz. El pueblecito donde fundan este primer convento reformado se llama Duruelo. Se trata de un lugarejo desconocido. Ni los que viven en la comarca habían oído hablar de él. Cuando hace unos meses vino la madre Teresa buscando la pequeña aldea, nadie supo darle noticias, y anduvo un día entero perdida, dando vueltas, aguantando el retostero del sol y el polvo, harina de tierra de estos caminos estrechos e interminables. Más que pueblo es un grupo insignificante de casas de labor, perdido en el extremo occidental del obispado de Ávila, recogido en un vallecillo encerrado por levante y poniente entre suaves altozanos tachonados de encinas.


Primer Convento de frailes Carmelitas Descalzos Duruelo (Ávila)

Inaugurado el 28 de noviembre de 1568
La casita, cedida a la Santa en Duruelo por Don Rafael Mejía, caballero de Ávila, era muy pequeña y necesitaba muchos arreglos. Tenía un portalillo, la cámara doblada, el desván y una cocinilla. Pero no necesitaban más. De esos arreglos se encargó Fray Juan de la Cruz. Le acompaña un hombre, con vocación de lego, que hará de albañil en la transformación de la casita de labranza en convento. Fray Juan, vestido ya su hábito reformado, de sayal grosero y con los pies descalzos, ayuda como peón en las obras.

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Mi mente y mi memoria, sobre todo, recorren, como jinete sobre alazán lanzado a galope tendido, sin bridas y a pelo, los parajes más elevados de la historia, donde personajes ilustres llevan de la mano y se dejan llevar por humildes labriegos y pastores; donde caballeros andantes enderezan entuertos, donde caminantes van haciendo caminos que luego recorremos los que caminamos detrás. Esa es la historia, continuación de vida, permanencia humana en la tierra, donde no tiene cabida el olvido; donde lo divino fecunda lo humano; donde el pensamiento, la idea, el concepto se dilata comunicándose caudaloso, a la vez que se convierte en el inagotable aljibe, donde abrevan los espíritus inquietos, donde el regocijo y el tesón, el trabajo y el sufrimiento dan realidad y contacto, expresión de progreso y avance de la humanidad.

Esta linfa de la historia -magistra vitae- seguirá alimentando a los hombres, pues en esta historia humana ha querido participar -función redentora y de salvación- un Hombre que también es Dios, Jesús, el de Teresa, que murió en la Cruz de Juan. Dos místicos, dos Reformadores...

"¡Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,
aunque es de noche.
Aquella eterna fonte está escondida,
¡qué bien sé yo do tiene su manida
aunque es de noche!"


“Aquesta eterna fonte está escondida...”

Esta es la fonte donde el hombre bebe y hace historia y donde la historia bebe, aunque sea de noche. Y cada uno dentro de sí y de la circunstancia en que su mundo se mueve, puede decir, siguiendo siempre a San Juan de la Cruz:

Entréme donde no supe
Y quedéme no sabiendo,
Toda ciencia transcendiendo.
Y no supe dónde entraba,
Pero cuando allí me vi,
Sin saber dónde me estaba,
Grandes cosas entendí;
No diré lo que sentí,
Que me quedé no sabiendo,
Toda ciencia transcendiendo.

El oficio principal de Sebastián de Córdoba -volvemos al poeta-convertidor de marras- era el de tundidor de paños y pieles en la ciudad de Úbeda -ciudad floreciente y populosa cercana a Baeza-, mester que no le impedía dedicar retazos de tiempo a la poesía, tanto a la propia como a la de los autores de su tiempo, de la que, parece, era gran conocedor, en especial de la de Boscán y Garcilaso, hasta el punto de refundir y adaptar la obra de éstos volviéndola –convirtiéndola- a lo divino. Lo hizo por el procedimiento del contrafactum.

Este sistema tiene que ver, originariamente, con los textos cantados. Se sustituía un texto por otro sin cambiar para nada la música, ya que ésta solía ser muy conocida por el pueblo. Luego, casi simultáneamente, pasó a hacerse lo mismo con los textos poéticos, modificándolos, pero con la idea de suprimirles su intención profana. El método es muy antiguo y fue ampliamente usado a partir del siglo XII en temas populares ya conocidos por el público y en los motetes sacros, cuyas adaptaciones en versión profana con textos en lengua romance eran realizadas sobre todo por los trovadores. Pero la antigüedad del contrafactum alcanza incluso a la misma época clásica griega y latina. Y hay que decir que tampoco falta en los tiempos modernos.

El mismo Sebastián de Córdoba, siguiendo el ejemplo de Gerolamo Malipiero en su Petrarca Spirituale de 1536, llega a justificar su contrafactum, o, dicho más claramente, su “manipulación” o “falsificación” con estas palabras pertenecientes a la “Dedicatoria” de su Obras de Boscán y Garcilaso trasladadas en materias cristianas y religiosas (Granada, 1575). "Vine a leer las obras de Juan Boscán y de Garcilasso de la Vega, que compusieron en versos y ritmos diferentes,las quales andan juntas en un volumen, y entendí que aunque son ingeniosas y de altíssimos conceptos en su modo, son tan profanas y amorosas que son dañosas y noscivas mayormente para los mancebos y mugeres sin esperiencia. Púseme a trasladarlas y convertirlas por los mismos ritmos y consonantes en sentencias más provechosas para el ánima".

A Luis Rosales, el poeta de Granada, le resonaban en lo más profundo de su alma estas canciones no sólo a lo humano, sino también a lo divino. Él mismo lo manifestaba e intentaba expresar con los gestos de sus manos, entrelazando sus dedos, como en una fusión sin confusión, la amalgama de divino y humano que se producía en la mente y en el espíritu del pueblo-poeta, del literato y del místico cuando se tocaba la tecla suave y finísima del sentimiento más profundo, del amor. No olvidemos que el amor es de origen divino, pues Dios es amor y fuente de amor y el hombre ha sido creado a su imagen y semejanza, aunque el hombre, a menudo, lo olvide o pretenda olvidarlo.

Rosales gustaba mucho de una coplilla -a lo humano, que no a lo divino, en este caso- que hablaba de engaños y desilusiones amorosas. En esta especie de enredo la protagonista es la luna, que a veces no deja ver la realidad, ya que alarga y desproporciona las sombras y la figura de la amada, o del amado, no se muestra como es, llevándonos a percibir lo que deseamos, no lo que en realidad es.


“¡Cuidado con la luna…!”

Una melodía triste va fluyendo de sus labios suave y tenuemente, con temblorosa emoción, mal contenida. El amor dolido se manifiesta, como con recato, a través de una leve reacción decidida y decisiva. La provoca la constatación de una falacia que se atribuye, no a la mujer, siempre respetada con caballerosidad, sino a la luna -¿fría o envidiosa?-. Dice así:

Enamoréme de noche
Y la luna me engañó.
Otra vez que me enamore
No será de noche, no.
Otra vez que me enamore
Será de día y con sol
Enamoréme de noche
Y la luna me engañó.


Había ocasiones en que nos pedía que le cantáramos a cuatro voces una canción popular, típica de la zona de Gredos, cuyo origen colocan los expertos en los valles bañados por el alto Tormes y el Aravalle, comarca que se identifica con la de Barco de Ávila, titulada “Límpiate con mi pañuelo”. Sonriendo nos rogaba que le disculpáramos por reiterar la misma petición varias veces cada da vez que nos reuníamos en Gredos Estos ratos con Luis Rosales, repetidos año tras año, por las mismas fechas y siempre en Gredos, eran como un poema inacabado que se esperaba continuara al año siguiente.

A veces, se agregaba al grupo otro magnífico poeta, Luis Felipe Vivanco, asiduo participante en las Conversaciones Católicas de Gredos. Vivanco, conocida la noticia de la terminación de las Conversaciones, la “muerte de Gredos”, como él la llama, en una carta del 28 de diciembre de 1962, dirigida a Don Alfonso, entre otras cosas, dice: “Gredos en mí era amor -y amistad-, y entusiasmo, pero también era responsabilidad y exigencia de la mejor. Era intimidad y posibilidad de tarea colectiva, vida espiritual y naturaleza, problemas actuales y liturgia de siempre, viaje de ida y viaje de vuelta, y estancia inmerecida en las alturas. ¡Qué importante es un sitio donde estar en este mundo, donde seguir reunidos en su nombre!”

El poeta Luis Felipe Vivanco - San Lorenzo del Escorial 1907 - Madrid 1975

Y añade: “Gredos, además, era cristianismo a mi alcance, porque confieso que el catolicismo rutinario español no lo está; es superior a mis fuerzas con todos sus tópicos y recompensas en este mundo. Después de los años de Gredos, me he sentido muy unido a esta primera etapa del Concilio, a todo lo que significa renovación e intensificación de lo religioso-humano de nuestra verdad revelada”. Luego, en un arranque de necesaria supervivencia, se expresa en estos términos: “Hay que seguir siendo Gredos, creándolo y soñándolo, y sobre todo viviéndolo en nuestra pobre vida de tejas abajo. Hay que hablarles de Gredos a nuestros hijos, y desearles que tengan un Gredos en su vida”. Y acaba con estas palabras: “Todo termina en esta vida, pero Gredos -el espíritu de Gredos- no, aunque de momento quede interrumpido por nuestros pecados”.

Cuando empezaba a alzarse el relente sorteando los pinos de la ladera, procedente de lo más profundo del valle, la humedad se acentuaba. Se acercaba la hora de la cena y la puntualidad no podía ser quebrantada por ninguna razón. Nos levantábamos diligentes y después de sacudirnos la sotana, comenzábamos a desandar la pendiente, buscando el calorcillo del Parador, repartiendo sonrisas y recibiendo los saludos de aquellos intelectuales tan importantes, como Julián Marías, Pedro Laín Entralgo, José Luis López Aranguren, el Padre Ramón Ceñal, jesuita, Juan Rof Carballo, Antonio Garrigues y su hermano Joaquín Garrigues, Lorenzo Gomis, Joaquín Ruiz Jiménez, Luis Felipe Vivanco, Alfonso García Valdecasas, el pintor Benjamín Palencia, Carlos París, Pedro Cerezo, joven discípulo de Aranguren, Mariano Yela Granizo, Dionisio Ridruejo, Luis Díez del Corral, Fernando Martín Sánchez, Don Baldomero Jiménez Duque, Don José Guerra Campos... y un largo etcétera.

Luis Rosales describe estos momentos del atardecer diciendo que “a aquella hora, en el valle de Gredos, la niebla suele subir entre los pinos hasta quedar como una nube delgada, quieta y gris, a muy poca distancia de las copas”. Las aves del bosque, entre revoloteos y estridentes gorjeos, se van acomodando, no sin breves peleas, en las ramas de los árboles a la espera y con la esperanza de que llegue la alborada. Luego los pajarillos lanzan al viento sus trinos, reclamos familiares para acercarse y coger sitio en las ramas, juntos, si es posible, los de la misma nidada. La canora algarabía va apagándose a medida que la oscuridad de la noche se extiende por las copas de los árboles, invitando a los volátiles inquilinos a dormir y a soñar sueños apacibles, sin pesadillas ni temores de aves rapaces que los turben.


Circo de Gredos y Laguna Grande


Pico o Plaza del Moro Almanzor 2.592 m.s.n.m.

Don Alfonso, maestro y educador, hombre de largo y profundo bagaje espiritual, como dice Olegario González de Cardedal, que se entregó por entero a aquellos muchachos que, como yo, “llegábamos del pueblo, no sólo con el pelo de la dehesa sino con toda la pesadumbre de una subcultura campesina, pero con la fuerza de una inmensa dignidad, unida a virtudes humanas y cristianas primordiales, junto con una pobreza limpia y decorosa”. Él iba transformando y modelando en nosotros -en esta tarea estaba también muy presente Don Baldomero, el Rector del Seminario- todo lo que tocaba con su mirada y con el sonido de su voz, con sus gestos y con su entusiasmo vital. Cada día derramaba a manos llenas la simiente de su palabra. “Señores míos, nos decía –siempre nos llamaba de usted en clase-: No hagan ustedes lo que los patitos del lago de Ginebra. Se zambullen en el agua y cuando salen se sacuden las alas y quedan secos. El agua les resbala, no los moja. Ustedes déjense empapar. La sequía es estéril. El agua es fecunda y hace crecer la semilla”.

En esos momentos nos solía recordar la parábola del sembrador (Lc 8,5): “Exiit qui seminat seminare semen suum” (‘Salió el sembrador a sembrar su simiente’). Eran palabras nuevas, palabras de esperanza, impulsos de entusiasmo. No es que no las conociéramos. Se trataba del contexto en que eran pronunciadas: en la clase de Historia de la Cultura, o de Historia de la Filosofía, o mejor aún, en Gredos, mirando a poniente los picos nevados, que, estirando sus manos, hacían cosquillas al cielo, mientras se dejaban acariciar suavemente por el generoso sol de la tarde que se iba trasponiendo, también en el sentido popular de la palabra, de adormecerse lentamente, risueño, como quien tiene la conciencia tranquila y el alma limpia.


Salió un sembrador a sembrar… Lc 8,5-15
El sembrador de sueños – Vicente Van Gogh

Contemplando y viviendo este espectáculo, a la vez que su voz fuerte y modulada inundaba nuestra mente, íbamos fraguando en nuestro interior la esperanza y la ilusión del mañana, sin mirar hacia atrás y con la satisfacción diaria de la obra bien hecha. “Señores míos, nos solía decir Don Alfonso, bajando su voz y dándole fuerza de cariñosa y persuasiva intimidad -sembrador de sueños y de esperanzas en nuestras almas jóvenes- que cada noche, al hacer su examen de conciencia, puedan gozar de la satisfacción de haber realizado la obra bien hecha de cada día”. Para Don Alfonso la “obra bien hecha” equivalía lógicamente a una “buena obra” desde el punto de vista religioso y espiritual. Para él no podía existir la “obra bien hecha” si no era una “buena obra”.

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Dos ancianas charlan animadamente a mi lado. Hasta ese momento no me había dado cuenta de su presencia. Ellas también esperan al 27. En estos momentos una especie de corriente empática nos une a todos los que, colocados en una misma acera, parada obligada del autobús, esperamos pacientes o impacientes su llegada. Nos miramos y sonreímos. Pero más que una sonrisa es una mueca, pues la espera se va haciendo larga y pesada. Por otra parte no hay bancos donde poder sentarse y hacer la espera más llevadera y menos irritante. “Desde luego, cómo se ve que ni el alcalde -que aquí, en Italia, llaman Síndaco- ni el Concejal encargado del tráfico van al trabajo todos los días usando los medios públicos de transporte”, afirma con rotundidad un señor medio calvo, con cara de empleado de de seguros, de unos cincuenta años, con el traje no raído pero sí muy usado, con una cartera en la mano de la que asoman algunos papeles. En el medio se notaba un abultamiento o hinchazón, que bien podía corresponder al bocadillo diario que se llevaba a la oficina. Esa era su comida. Los demás sonreímos y cómplicemente afirmamos con la cabeza, dándole la razón.

La verdad es que no anda muy descaminado, puesto que nunca se ve a los Concejales del Ayuntamiento, y menos al Alcalde, claro, coger el autobús para trasladarse de una parte a otra de la ciudad. Pero, aun dando por bueno que estas autoridades locales no tomen el autobús por razones de urgencia y de citas oficiales con horarios fijos que hay que respetar, sobre todo cuando se trata de actos oficiales, lo que no es fácil de aceptar es que en su vida normal, cuando no desempañan cargos públicos, no se muevan nunca, o jamás hayan utilizado los medios de transporte público. Si así hubiera sido deberían conocer perfectamente que la puntualidad de estos medios, en especial en la Ciudad Eterna deja mucho que desear. ¿No será que porque es eterna el tiempo no cuenta? En Roma todo es posible.

El silencio vuelve a apoderarse de la escena. El pequeño grupo de esperadores se encierra de nuevo en el más absoluto mutismo. Sólo las dos ancianas siguen en animada conversación, entreverada de alegres carcajadas que no se preocupan de atenuar, a pesar de que en ocasiones las miramos con estupor debido a lo estentóreo y, a nuestro parecer, fuera de lugar de sus risas. Detrás de cada rostro hay una historia. Personas que se sumergen en los afanes que les ofrece cada nuevo día. Para algunos de los presentes se trata de la rutina de cada día. Pocos son aquellos para los que su quehacer temporalmente cotidiano presenta novedades constantes. Tal es el caso de los estudiantes que, como yo, encuentran una sola rutina, la de ir todos los días a la universidad, porque todo lo demás es nuevo. Nuevo cada curso académico, nuevas las materias, nuevos los temas y hasta nuevos los profesores.

Don Alfonso Querejazu nos advertía de este enemigo tan sutil y maligno en el ámbito espiritual como es la rutina. Él la solía emparejar a menudo con la mediocridad. Solía hablar de la mediocridad confortable, en cuanto hay sujetos que viven confortablemente en la mediocridad, sin exigencias personales, sin actividades ni iniciativas que impliquen esfuerzo o responsabilidad, donde el espíritu carece de vivacidad, de energía y de fuerza interior, y, por lo tanto, de proyección exterior en la entrega, en la caridad, en la solidaridad. Para Don Baldomero, el Rector, se condensaba en el adocenamiento, palabra cuyo significado se da la mano con: vulgaridad, trivialidad, ramplonería, zafiedad, mediocridad, ordinariez, chabacanería.

De vez en cuando, casi furtivamente, las dos ancianas me miran. Parecen pedirme explicación, el por qué de la tardanza del 27, que lleva desde Ponte Bianco, en el Barrio de Monteverde, punto estratégico en el que se cruzan varias líneas del servicio público, hasta la Estación de Términi. No es que tengan prisa, pues nada de especial las apremia. Según dicen, van únicamente a visitar a sus respectivos nietos. Pero la espera, y encima de pie, cansa. “Mica siamo delle ventenni”, afirma una de ellas, riendo con ganas. Desde luego que ya no tienen veinte años. Pero aún tienen fuerzas para conversar con inagotables energías y reír con ganas, y además coger el autobús autónomamente y sin necesidad de ayuda de nadie.


Sora Andreina y Sora Rosa Dos ancianas sonrientes y felices

Cada vez que van a visitar a sus nietos, se dan cita ellas dos en esta parada del autobús, en la Plaza Dunant, conocida también como Ponte Bianco, para hacer juntas el trayecto hasta Términi. Lo hacen a menudo, más por cotillear y contarse los últimos pettegolezzi o comadreos, que por necesidad de mutua compañía. Además -esto lo deduzco de su misma conversación, en la que van desempolvando sus recuerdos comunes- viven, desde que se casaron, en el mismo barrio de Monteverde Nuevo, en la zona del Hospital de San Camilo. Parece ser que un hijo de cada una vive en los aledaños de la Estación de Términi, pues ambos trabajaban como ferroviarios en la misma. Son, además, muy amigos desede siempre, pues eran de la misma edad y frecuentaron la misma escuela, y, fíjate por dónde, se habían casado con dos hermanas. La verdad es que las dos ancianas saben matar eficazmente el tiempo y de manera ejemplar. Siempre encuentran novedades que contarse, ya sean propias ya ajenas. Seguramente más ajenas que propias. Los temas de su conversación fluyen con facilidad de sus labios, escenificados con gestos muy expresivos de las manos y del rostro, acompañados por elocuentes y leves movimientos del cuerpo, muy propios de los italianos.


Moverse en autobús – Roma


Autobús Turístico 110 Abierto, de Roma

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Con gran naturalidad y devota fruición, una monja, que desde hace pocos minutos se ha unido a nosotros en la espera del 27, reza “Ave Marías”, desgranando las cuentas del enorme rosario que cuelga de su cintura. Se trata de una monja dominica. El hábito y el rosario lo declaran sin lugar a dudas: túnica y escapulario blancos, toca y capa negras. Debe tener de 35 a 40 años de edad, a juzgar por su apariencia. Su piel es de color canela. Seguramente hispanoamericana, enviada a Roma para ampliar estudios, algo muy frecuente pues en Roma hay muchas Universidades Pontificias donde acuden a estudiar sacerdotes, religiosos y religiosas de todos los continentes.

De Hispanoamérica vienen muchos pues la religión católica es profesada por la mayoría de los habitantes de aquellos países. La suora o sorella, como llaman aquí a las religiosas (suora, sorella = hermana) da impresión de madurez, de sosiego y de serenidad interior, cualidades propias de una consagrada que ha venido a Roma a estudiar para poder rendir más y mejor en su Orden o Congregación y ser más eficaz en su apostolado cuando vuelva a su tierra. No cabe duda que sus Superioras la han enviado a Roma, centro de la cristiandad, porque la consideran capaz de alcanzar una preparación que en su propio país no alcanzaría por obvias razones y así poder desempeñar luego los cargos de responsabilidad a que la destinen en el futuro.

Hace ochocientos años, concretamente en 1206, el español santo Domingo de Guzmán fundó el primer convento de monjas dominicas en Prulla, un pueblecito del sur de Francia. Esta fundación fue la primera de una nueva congregación: la orden de predicadores, conocidos popularmente como dominicos. Estas religiosas eran contemplativas y su vida estaba dedicada a la oración, en especial para sostener la predicación de los frailes -una vez fundada la rama masculina- en su lucha contra la herejía. La Orden de Predicadores (del latín Ordo Praedicatorum, O.P.) conocida también como Orden Dominicana y sus miembros como Dominicos, es una orden mendicante de la Iglesia Católica fundada por Santo Domingo de Guzmán en Toulouse durante la Cruzada Albigense,y confirmada por el Papa Honorio III el 22 de diciembre de 1216






Monjas dominicas: en diálogo; en la celda; en grupo junto con un fraile dominico ante las imágenes de la Virgen del Rosario, Santo Domingo de Guzmán y Santa Catalina de Siena.

Por lo que respecta al Santo Rosario, Santo Domingo desempeña una función especial en su configuración como rezo mariano y expansión en la Europa cristiana del siglo XIII y en su consolidación futura. Según la tradición, la Madre de Dios, en una aparición a Santo Domingo, le enseñó a rezar el rosario, en el año 1208. Le dijo que propagara esta devoción y la utilizara como arma poderosa en contra de los enemigos de la Fe. Domingo de Guzmán, como se sabe, era un santo sacerdote español que fue al sur de Francia para convertir a los que se habían apartado de la Iglesia por la herejía albigense. La Virgen se le apareció en la capilla. En su mano sostenía un rosario y le enseñó a Domingo a rezarlo. Dijo que lo predicara por todo el mundo, prometiéndole que muchos pecadores se convertirían y obtendrían abundantes gracias. Domingo salió de allí lleno de celo, con el rosario en la mano. Efectivamente, lo predicó, y con gran éxito porque muchos albigenses volvieron a la fe católica.

Tal vez el punto de destino de la religiosa dominica sea El Angelicum. Es la Universidad Pontificia de los Dominicos, dedicada a Santo Tomás de Aquino, llamado también el Doctor Angélico. Precisamente en esta universidad elaboró su tesis doctoral en teología Don Karol Wojtyla (futuro Papa Juan Pablo II). Apenas ordenado sacerdote en 1946, se trasladó a Roma. El tema de la tesis, que defendió en 1948 fue “La fe según San Juan de la Cruz”, bajo la dirección del P. Garrigou Lagrange. En esta universidad estudian muchos religiosos dominicos llegados de todas las partes del mundo. Por eso he pensado que esta religiosa pueda dirigirse a la Universidad que pertenece a su Orden.


Universidad Pontificia "Angelicum"–Padres Dominicos-Roma

Es posible también que vaya a la Basílica de Santa María la Mayor, una de las cuatro Basílicas Mayores de Roma (las otras tres son San Juan de Letrán, San Pablo Extramuros y San Pedro del Vaticano), en la que los padres dominicos son los confesores oficiales, nombrados por el Papa para dispensar el sacramento de la Penitencia en la Basílica mariana. Un número no pequeño de religiosas suele ir a confesarse a la Basílica Liberiana, especialmente las de lengua española, ya que varios de los confesores son españoles, por lo que les resulta más fácil hacerlo e incluso llevar la dirección espiritual con alguno de ellos. Por otro lado, la mayor parte de las religiosas suelen permanecer en Roma los años que duran sus estudios en la Ciudad Eterna, incluidas las vacaciones, durante las cuales suelen permanecer en Roma dada la distancia de sus respectivos países.

Basílica de Santa María la Mayor Estatua de Felipe IV de España en el pórtico, diseño de Bernini.


Interior de la Basílica

Conviene recordar que el Jefe del Estado Español, es Protocanónigo del Capítulo Liberiano de la Basílica, conocida también como Basílica de Santa María de las Nieves y Basílica Liberiana. El hecho de que el Jefe del Estado español haya sido nombrado Protocanónigo de la Basílica de Santa María la Mayor, del denominado Capítulo Liberiano, ahonda sus raíces en la Pía Fundación realizada por el Rey español Felipe IV (1605-1665). En el atrio de la Basílica, a la derecha, se encuentra una gran estatua, en bronce, del rey español, siguiendo un diseño del arquitecto y escultor del Barroco Gian Lorenzo Bernini. La estatua fue concluida por el escultor Girolamo Lucenti en 1666, un año después de la muerte del Monarca. El Papa Pío XII, en su Bula “Hispaniarum fidelitas”, fechada en Castelgandolfo, en la fiesta de la Dedicación de Santa María de las Nieves, el 5 de agosto1953, trata el tema de las relaciones entre la Santa Sede y España y de su devoción mariana, escribe lo que sigue:

"La fidelidad de España a la religión católica y a la Santa Sede y su devoción a la Bienaventurada Virgen María se puede demostrar con innumerables testimonios, entre los que sobresale el constante y generoso afecto que a través de los siglos los príncipes de la noble nación hispana continuamente manifestaron y profesaron al primer templo dedicado en Roma a la Madre de Dios. Culminación de esta preclara memoria, ferviente devoción y regia liberalidad es la pía fundación en dicha basílica patriarcal de Santa María la Mayor, erigida solemnemente, según los deseos e intención del rey Felipe IV, el día7 de octubre de 1647 por nuestro predecesor, de venerable memoria, Inocencio X, con la constitución apostólica «Sacri apostolatus».

En este documento, que forma parte integrante del Concordato entre la Santa Sede y el Estado Español, firmado en la Ciudad del Vaticano, 27 de Agosto de 1953, el Papa cita los siguientes privilegios concedidos a España: La Sede Apostólica:

I. Dispone que el Jefe del Estado español sea considerado Protocanónigo y goce de los honores anejos o privilegios tradicionales en las funciones sagradas establecidas por el ceremonial de la basílica. Estos honores, ausente el Jefe del Estado español, deben ser concedidos al embajador de España cerca de la Santa Sede en las tres misas solemnes que se celebrarán en virtud de la presente fundación de que sehabla en el número III.

II. Concede que en el Capítulo liberiano haya siempre un canónigo español. Este será libremente elegido por la Sede Apostólica, que antes de nombrarlo comunicará en secreto su nombre al Gobierno español, para conocer si este Gobierno tiene algo que oponer al nombramiento. El canónigo español recibirá de la Sede Apostólica los mismos emolumentos que los demás canónigos y será misión suya el vigilar el cumplimiento de las obligaciones de que se habla en el número i tercero de la presente constitución y el someter al juicio de la Santa Sede todo aquello que le pareciese menos acertado en la inversión y distribución de las cantidades entregadas por el Gobierno español.

III. Cuidará de que todos los años, en la basílica Liberiana, se celebren tres misas solemnes: una en la fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen, otra en la fiesta de la Inmaculada Concepción y la tercera en la fiesta de San Fernando, rey de España, para la propagación de la fe, por las intenciones del Jefe del Estado español y para impetrar la prosperidad del Jefe del Estado y de la fiel nación española.

El Gobierno español promete, por su parte, entregar todos los años, el día primero de enero, la cantidad de 8.000 pesetas oro a la Santa Sede. La Sede Apostólica decidirá todos los años qué parte de esta cantidad debe emplearse, a su juicio, en las distribuciones ordinarias y sacerdotes beneficiados; que parte en las distribuciones extraordinarias a los presentes a la celebración de las tres misas de que se hace referencia en el número III; qué parte deba reservarse para los estipendios de estas misas y los otros gastos que requieran el cuidado y la fábrica de la basílica.



La Virgen de las Nieves "Salvación del Pueblo Romano"

El Papa Liberio (352-366) encargó la construcción de la Basílica hacia el año 360. Quería un santuario construido en el lugar donde se produjo una aparición de la Virgen María a un patricio local y a su esposa. Según la tradición, el perfil de la iglesia fue físicamente dibujado en el suelo por una milagrosa nevada que tuvo lugar el 5 de agosto del 358 en lo alto del monte Esquilino, una de las siete colinas de Roma, lugar donde se encuentra la Basílica. El Santuario fue dedicado a la Virgen María bajo la advocación de "Nuestra Señora de las Nieves". Los cristianos romanos conmemoraban el milagro en cada aniversario lanzando pétalos de rosa blanca desde la bóveda durante la misa festiva.

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Sigo observando atentamente a las dos ancianas que, impertérritas, continúan sumidas en su conversación como si la vida y el tráfago humano, que va enloqueciendo cada vez más a su alrededor a medida que avanza la mañana, se hubiera detenido como un ejército de silenciosos soldados chinos de terracota, y nada ni nadie pudiera turbar o interrumpir su coloquio. En medio de la barahúnda que les rodeaba estaban felizmente solas, habla que te habla, ríe que te ríe, como si se encontraran en el interior de una enorme campana de cristal, aisladas del mundanal ruido. Se oían sólo ellas a sí mismas. Se habían abstraído totalmente de la realidad que les rodeaba. Siguiendo a retazos su conversación he llegado a conocer sus respectivos nombres. Una de ellas, la más extroversa y que lleva la voz cantante en la conversación, se llama Andreina, la sora Andreina. La otra anciana, más tímida e introversa, se llama Rosa, la sora Rosa. Sora es la forma del dialecto romano para decir signora (señora). Ya he tenido ocasión de decir que el dialecto romano o romanesco se habla de manera más cerrada y pura en el Barrio de Trastévere.

Las dos viejecitas son, en definitiva, una muestra del inexorable paso del tiempo, de la vida; una vida a la que no quieren renunciar. Todo lo contrario, la viven con intensidad, están apegadas a ella con fuerza y la disfrutan con fruición. Sus hijos y sus nietos -así se lo cuenta la una a la otra- son la razón de su vivir, ellos les dan fuerzas y energías, son el motivo de sus ganas de seguir adelante, a pesar de las muchas goteras de su tejado existencial y de los achaques de la vejez. Y a pesar también de sus ottanta e rotti anni, como ellas dicen (ochenta y pico años), hacen todo lo que está en sus manos para saludar con una esperanzada sonrisa al alba que cada día se les asoma, risueña, por la ventana... Mañana, cuando el autobús no les sirva para nada, ni sus piernas, ni sus ojos, ni su voz, ni sus manos...

Cuando desde el tranquilo y sereno más allá observen este acá caótico, bullanguero, apresurado, en mucho semejante al que han dejado, pues el hombre sigue siendo el mismo, sigue perteneciendo a ese género humano cuya expresión más vulgar y malsana es el egoísmo y la insolidaridad, la envidia y la crueldad ¿qué dirán?, ¿qué pensarán? ¿Repetirían la misma experiencia? ¿Serían sus hijos, sus nietos, razón suficiente para llevarlas dócilmente a dar los pasos y a seguir los caminos recorridos en el pasado y a reproducir las mismas vivencias? Las miro de nuevo, como si quisiera escrutar sus mentes, adivinar sus pensamientos y me dan la impresión de que con las mismas ganas que tienen de no irse de este mundo, así querrían volver del otro, al menos de vez en cuando, para jugar con sus nietos y contarles las andanzas de San Pedro cuando, desde Palestina, vino a Roma a predicar el Evangelio y a bautizar a los paganos.

Pedro, con las llaves del Reino de los Cielos en las manos, a quien el mismo Jesucristo nombró su Vicario, primer Papa de Roma y de la Iglesia, al saber que eran romanas, se puso a hablar animadamente con la sora Andreina y la sora Rosa, recordando la Roma de entonces, la del siglo I, una Roma de la que las dos ancianas no tenían mucha idea. Saben más los turistas que la visitan, pues llevan bajo el brazo guías impresas en su propia lengua, llenas de mapas, fotografías de monumentos, dibujos con reconstrucciones de los edificios antiguos, de los que quedan solamente ruinas, vestigios, cubiertos de musgo y de historia. Bueno, hay que decir que cuando eran niñas, en la escuela les hablaron mucho de la historia de Roma, de los Emperadores, de los Papas. Lo que pasa es que se les ha olvidado todo o casi.

San Pedro les preguntó si habían reconstruido el barrio de Transtíber, destruido en el incendio de Roma, provocado por Nerón, quien gobernaba el imperio romano cuando Pedro y Pablo llegaron a la Ciudad Eterna. Les hablaba de cómo corrían los primeros cristianos, y él también, claro, para esconderse cuando, por la noche, oían pasos y alboroto de soldados por las calles empedradas de la ciudad. Las órdenes que llevaban los milites, impartidas directamente por el cruel emperador, eran bien conocidas de todos, pues detrás de cada ronda se escondía una redada de cristianos. Detrás de la redada se ocultaba la tortura, el martirio, la muerte, a no ser que le adoraran a él, al Emperador Nerón, y le incensaran como a un dios, cosa que los cristianos nunca hicieron. Por eso murieron tantos, entre ellos el mismo San Pedro.


Viñeta burlesca de Nerón tocando la cítara mientras arde Roma

Lucio Domicio Claudio Nerón, último vástago de la dinastía Julio-Claudia, se deleitó con la visión del incendio de Roma desde la peña Tarpeya, visible todavía hoy, situada junto al Palacio Capitolino, o Ayuntamiento de la Urbe. Nerón acusaría luego a los cristianos de ser los autores del mismo. De esta manera justificó el recrudecimiento de la persecución y martirio de los cristianos. Uno de nuestros viejos romances históricos empieza describiendo así el incendio de Roma, situando a Nerón como causa y punto central de referencia de tanto dolor:

Mira Nero de Tarpeya
a Roma cómo se ardía:
gritos dan niños y viejos
y él de nada se dolía;
el grito de las matronas
sobre los cielos subía,
como ovejas sin pastor
unas a otras corrían,
perdidas, descarriadas,
a las torres se acogían.

El romance va desgranando y narrando los atroces sufrimientos de todo tipo que padecían sus súbditos y esclavos; supone que los cortesanos le ruegan que dé fin a tanto dolor y le imploran piedad. La frase con la que termina se va repitiendo a lo largo del romance como un machacón estribillo en el que se yergue impertérrita su bellaquería, su burla y su profunda maldad: Cuanto más todos le ruegan el de nadie se dolía.

Roca Tarpeya - Roma

Como en Atenas también en Roma se castigaba a los traidores de la patria precipitándoles, en Atenas a un foso profundo, y en Roma desde la roca Tarpeya. En la capital del Lacio, este tipo de ejecuciones empezaron a realizarse poco después de la fundación de Roma (753 a. d. C). Las dos ancianas habían oído hablar de todo esto. En Roma todos lo saben.

A Pedro, el pescador de Galilea, dos personajes le venían a la mente con frecuencia. El primero de ellos era precisamente Nerón, el emperador “poeta” (¡y qué poeta! que para inspirarse mandó incendiar Roma). El segundo Séneca, tutor y consejero del emperador. Nerón era poco buena persona. Él fue quien le mandó matar en la colina Vaticana y al Apóstol Pablo en la Vía Ostiense; San Pedro crucificado y San Pablo decapitado, pues siendo ciudadano romano (“Cives romanus sum”, diría el propio Pablo de Tarso), no podía sufrir el mismo tipo de castigo, cruel y humillante, que el aplicado a los bárbaros. El ciudadano romano, condenado a muerte, era decapitado a las afueras de la ciudad.Los dos sufrieron el martirio en el año 67

Lo que no aclaró San Pedro a las dos ancianas, que se lo preguntaron tímidamente y como a media voz, fue si le crucificaron con la cabeza para abajo o en posición normal como a Cristo. La tradición cuenta que San Pedro pidió ser crucificado cabeza abajo pues no se consideraba digno de morir como Cristo. Con un gesto de la mano, como quien pasa del tema, y con una mueca mitad sonrisa mitad expresión de tristeza, eludió la pregunta. Era un tema del que no quería hablar, pues hacía vibrar intensamente sus fibras más profundas, despertando sentimientos dolorosos, profundos.

A pesar de estar en el Paraíso, de gozar de la Gloria y de haber servido a su Señor con fidelidad y lealtad en la tierra hasta el momento de su muerte, el humilde Pescador de Galilea no podía olvidar la noche en que fue apresado Cristo. Cuando, maniatado y escarnecido como un malhechor, fue conducido a la casa del Sumo Sacerdote, él, Cefas, la Roca, fundamento y base de la futura Iglesia por deseo del mismo Jesús, él, Simón Pedro, lo siguió de lejos. Entrado en el atrio vio que habían encendido una lumbre en medio y se acercó a calentarse con los soldados y la servidumbre.

Todavía resuenan, vivas, nítidas en sus oídos, las voces de una sierva y de dos siervos, quienes en distintos momentos de la noche le dijeron:
“Tú eres también de ellos”.
A Pedro se le debió notar que se le subieron los colores a la cara pues había sido descubierto. Incluso su acento galileo le delataba. No obstante, tuvo la osadía de mentir, negando conocer al Galileo, como todos conocían a Jesús, y respondió :
“No le conozco, mujer”.
Y poco más tarde al siervo:
“Hombre, yo no soy de ellos”.
Y, pasada una hora, contesta al tercer siervo del Sumo Sacerdote:
“Hombre, no sé lo que dices”.
A los pocos segundos canta el gallo.
En ese momento están sacando a Jesús de la casa. Vuelve la cabeza hacia Pedro.
El evangelista Lucas dice textualmente:
“Vuelto el Señor, miró a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra del Señor cuando le dijo: ‘Antes que el gallo cante hoy, me negarás tres veces’; y saliendo fuera, lloró amargamente” (L 22,54-62).

Pero Pedro no podía pasar por alto y menos olvidar lo que pasó aquella noche en el atrio de la casa del Sumo Sacerdote, a pesar de que sabía que el Maestro le había perdonado, y de que le había demostrado su predilección, incluso después de su resurrección. El evangelista Juan, termina su evangelio narrando la tercera aparición de Jesús a sus discípulos después de resucitado.
Algunos discípulos de Jesús se encontraban a orillas del mar de Tiberíades, entre ellos Pedro y Juan. Simón Pedro dice que va a pescar. Los demás se unen a él y suben a la barca. No pescaron nada durante toda la noche.

Llegada la mañana, Jesús estaba en la playa; “pero los discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús”, afirma el evangelista. Jesús les pregunta si tienen algo para comer. Le respondieron que no. Jesús, al que aún no habían reconocido, les dice que echen la red a la derecha de la barca. Lo hicieron y no podían arrastrar la red por la cantidad de peces. Entonces ‘aquel discípulo a quien amaba Jesús’ dijo: “¡Es el Señor!”. Oídas estas palabras, Pedro, ni corto ni perezoso, se lanza al agua y va hacia la ribera, donde está el Maestro. Los demás llegan en la barca tirando de la red con los peces. “Venid y comed”, les dijo Jesús.

Los discípulos, así que bajaron a tierra, vieron unas brasas encendidas y un pez puesto sobre ella y pan. Jesús tomó el pan y se lo dio, e igualmente el pez. Pedro recuerda muy bien, con palpitante emoción, la sobremesa de ese día. Es el momento de la triple confesión de amor al Señor, como si tuviera que saldar la cuenta de las negaciones al lado de la lumbre en el atrio de la casa del Sumo Sacerdote. Juan, el discípulo amado por el Señor, asistió a la escena. Tanto es así que nos ha transmitido en su Evangelio (Jn 21,15-19) el diálogo entre Jesús y Pedro. Bueno, más que diálogo, lo que Jesús hizo fue pedir a Pedro que le confesara sinceramente si le amaba. Se lo pidió tres veces, tantas cuantas fueron sus negaciones en la noche del prendimiento de Cristo.

Y lo hizo -así le pareció a Pedro- de una manera muy solemne en la forma y en el contenido. Y además ante todos:
– Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?
Pedro, cada vez que recuerda esta pregunta, le embarga una fuerte emoción. Y si no estuviera como guardián del Paraíso, volvería a llorar como un niño. Al escucharla aquel día, presente Tomás llamado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos, es decir Santiago y Juan, y otros dos, a Pedro le temblaron las piernas.

“Es cierto que le negué tres veces, piensa para sus adentros, pero me arrepentí amargamente de lo que hice. No sé cómo pude hacerlo. ¡Cuántas lágrimas me ha costado aquella cobardía estúpida!

Contestó Pedro:

– Señor, sí, tú sabes que te quiero.
Jesús le dijo:
– Lleva mis corderos a pastar.
Le preguntó otra vez:
– Simón, hijo de Juan, ¿me amas?
Contestó:
– Señor, sí, tú sabes que te quiero.
Jesús le dijo:
– Cuida de mis ovejas.
Le preguntó por tercera vez:
– Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?
A Pedro, sigue diciendo el evangelista Juan, le dolió que le preguntara tres veces si lo quería y le contestó:
– Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero.
Jesús le dijo: – Lleva mis ovejas a pastar. Puedes estar seguro: si de joven tú mismo te ponías el cinturón para ir donde querías, cuando seas viejo extenderás tus brazos y será otro el que te ponga un cinturón para llevarte a donde no quieres. Dijo esto aludiendo a la muerte con que iba a glorificar a Dios.
Y añadió:
– Sígueme.

Esta invitación del Maestro le investía de una responsabilidad impresionante. Con su ayuda, sería capaz -lo sabía- de llevar a perfecto cumplimiento la misión que le había encomendado, la de apacentar su rebaño, la de dirigir su Iglesia, la de dar testimonio de su amor con su propia vida. De esto se encargaría el emperador Nerón. San Pedro se ha distraído divagando y siguiendo sus pensamientos y sus recuerdos.

La sora Rosa y la sora Andreina no sabían qué hacer, si dejarle seguir con sus elucubraciones interiores o tirarle de la sotana. Algo había que hacer para que se diera cuenta de que estaba hablando con ellas y de que las había dejado así, sin más. La verdad es que ellas no se sintieron ofendidas por ese alejamiento momentáneo de San Pedro, aunque iba durando ya demasiado. Sus razones tendría. No podían olvidar que San Pedro es San Pedro: uno de los personajes más importantes del Paraíso. Es nada más y nada menos que el encargado de las llaves de la puerta del mismo y de acoger a los que van llegando.

Finalmente una sonrisa se dibujó en los labios del príncipe de los Apóstoles. Su mirada se posó tiernamente sobre los rostros de las dos ancianas. Ellas a su vez se dan cuenta de que San Pedro las está mirando y sonriendo y le preguntan qué estaba pensando durante esa ausencia tan larga.

- “Hemos creído, dice la sora Rosa, medio en bromas medio en veras, que te habías olvidado de nosotras”.

Fingiendo sorpresa, San Pedro les asegura que no las había olvidado en ningún momento. Más aún, ellas habían sido la causa de su ensimismamiento con sus preguntas, ya que le habían transportado a aquellos momentos maravillosos pasados con el Señor a orillas del lago de Tiberíades. San Pedro no quiere descender a más detalles. Basta eso para darles a entender que ellas han sido, aunque no era necesario, la causa indirecta de su monólogo interior y de su diálogo no menos interior con Jesús, evocando momentos inolvidables, humanamente hablando, claro. Momentos tristes, dolorosos como los pasados en el atrio de la casa del Sumo Sacerdote, o momentos exaltantes como los de las apariciones de Cristo después de su resurrección, o de aceptación gozosa de la responsabilidad de apacentar su rebaño, al final de su tercera y última aparición, a orillas del mar de Tiberíades, donde, después de una pesca milagrosa, compartieron con Él el pan y los peces.


Crucifixión de San Pedro de Rubens


Decapitación de San Pablo Vía Ostiense

El otro personaje que recordaba el Apóstol Pedro -éste con mucha simpatía-, era Séneca. Se trataba de un filósofo hispano, nacido en la ciudad de Córdoba, en la Hispania romana, tutor, como hemos dicho, del Emperador Nerón y a quien éste condenó a muerte por suicidio, obligándole a tomar una poción mortal. Era el año 65 de la Era cristiana. San Pedro lo recordaba como un buen hombre, sincero, inteligente, buen pensador, serio, apacible, sosegado. Su filosofía, su pensamiento, su moral, su ética no estaban lejos de lo que predicaban los seguidores de Cristo; de lo que predicaba él mismo entonces y luego los Papas, sus sucesores. Los mismos cristianos decían de Séneca que parecía uno de ellos por su modo de ser, de comportarse y de pensar.

Lucio Anneo Séneca (Córdoba 4 a. C. - Roma 65)


Estatua de Lucio A. Séneca en Córdoba

Pero las ancianas, en el Paraíso, conversando con San Pedro, primer Obispo de Roma, desconocían estas cosas. Por lo tanto, no podían hacerle preguntas concretas sobre Lucio Anneo Séneca. De haberlas conocido seguro que le habrían formulado más de una, claro, pues estaban dotadas en alto grado de esa característica tan femenina que es la curiosidad. Una pregunta que le habrían hecho seguramente, ya que era amigo, hermano en Cristo, del Apóstol Pablo, al que conocía muy bien y al que estimaba profundamente, era ésta: ¿Existió una amistad entre Séneca y Pablo de Tarso? ¿Acaso Séneca se había convertido al cristianismo?

La verdad es que se ha hablado mucho sobre esto, especialmente en la Edad Media. Esta posibilidad, como afirmación, es muy sugestiva; pero es cierto que está condimentada con algunos ingredientes de leyenda medieval. También en el siglo XX se ha planteado de nuevo la misma cuestión con abundancia de estudios e investigaciones. En este contexto el interrogante que flota en el aire es más general y menos intimista pues no se alude a una posible amistad, aunque, como puede deducirse, va aparejada. La pregunta es ésta: ¿Se encontraron San Pablo y Séneca? La historiadora italiana Marta Sordi (Livorno 1925) se pronuncia a favor de la posibilidad de que se conocieran en Roma personalmente el apóstol Pablo y el filósofo hispano, maestro de Nerón. Considera creíble parte de un epistolario supuestamente intercambiado entre ambos.
Este es un tema muy interesante pero que nos llevaría muy lejos en nuestra Meditación “Extra locum”. Dejamos planteada la cuestión. Es probable que volvamos sobre ella de manera máss específica en otra ocasión.

Ciertamente tanto la sora Andreina como la sora Rosa no tenían conocimiento de nada de todo esto. San Pedro las miraba sonriente, como esperando alguna otra pregunta, hecha con la sinceridad de las personas espontáneas, sencillas, de pueblo y, sobre todo, sin pretensiones intelectuales, sino simplemente curiosas. Había de todo en la viña del Señor, pero estas dos mujercitas eran la sencillez, la humildad hechas personas.

San Pedro recordaba que no hacía mucho tiempo -bueno eso del tiempo.... en el Paraíso es algo muy relativo, pues ya no hay tiempo que transcurre, sino eternidad, donde pasado y futuro son presente; pero bueno, para que entendamos, el guardián del Edén usa nuestros términos temporales- no hacía mucho tiempo, decía, llegó al Cielo un sacerdote de Córdoba, esa ciudad española donde nació el bueno de Séneca. Poco después de entrar en este lugar de paz y felicidad y de cumplir con sus obligaciones de bienaventurado, adorando a la Santísima Trinidad y venerando a la Madre de Dios y a los Santos, le preguntó a bocajarro al Pescador de Galilea, convertido por el Señor en Pescador de hombres: “¿Se encontraron San Pablo y Séneca?”. Simón Pedro le miró sonriendo, benevolente, pues el sacerdote cordobés dejaba traslucir una ingenuidad y un candor sin límites.

El clérigo andaluz se llamaba Lucio de la Vega Mejías. Había nacido en la misma Córdoba y la figura del filósofo, su paisano, le había interesado -podría decirse que le había fascinado- ya desde su adolescencia y con mayor intensidad desde que, ya en el Seminario, estudió la Historia de la Filosofía, donde encontró a Lucio Anneo Séneca y a su pensamiento. San Pedro seguía mirando paternalmente a Don Lucio como incitándole, con su abierta sonrisa, a motivar su pregunta, a manifestar por qué tenía tanto interés en saber si se habían encontrado o no, en una palabra, a dar razón de su curiosidad. Ésta era la interpretación que Don Lucio hacía de la actitud simpática y amable de Simón Pedro. Pero la realidad era otra. La bondadosa y paciente expresión del Portero del Paraíso quería inducir al presbítero cordobés a reflexionar. Por otro lado parecía ignorar que el autor de esta Meditación “extra locum” ha decidido dejar para mejor ocasión este tema de la posible amistad y del carteo entre Séneca y Pablo de Tarso.

Don Lucio forma ya parte del “número de miríadas de miríadas y de millares de millares que alaban al Cordero a grandes voces”, de que habla el Apocalipsis (5,11). Eso significa que su estado de bienaventurado le ha abierto la mente, el alma a los secretos del saber, de la ciencia divina, de los misterios. Basta que cierre sus ojos terrenos y abra los del alma. Ésta se verá inundada de claridad, los secretos serán desvelados, la historia deja de ser historia para convertirse en un hecho presente. La época de Nerón, el emperador incendiario y cruel, sanguinario perseguidor de los cristianos, verdugo del bueno de Lucio Séneca, aparecía en el presente en toda su nitidez y espeluznante realidad. El valiente Pescador de Galilea se inclinó un poco sobre Don Lucio y le dijo al oído: “Tú también te llamas Lucio, no? Seguro que el ser tocayo de Séneca te ha llevado a interesarte del tutor de Nerón. Además sois de la misma ciudad, paisanos”.

Don Lucio salió de su ensimismamiento y le sonrió a San Pedro. Todo estaba claro. El tema del encuentro de San Pablo con Séneca ya no era un secreto para él. Pero no podía hablar de ello fuera del maravilloso recinto del Paraíso, pues aunque para él no era ya un secreto debía permanecer, si no como un secreto, sí como un enigma, o algo parecido, para aquellos para quienes la historia seguía siendo algo ocurrido en el pasado, es decir para todos aquellos que aún no habían atravesado el umbral donde la esperanza deja de serlo para convertirse en realidad, en posesión personal de lo esperado.

Un periodista del Avvenire, diario católico italiano, citando a la historiadora Marta Sordi, escribe: «La llegada del Apóstol a Roma habría tenido lugar en el bienio 56-58, cuando Séneca tenía mucho poder. Pablo tendría en aquel momento buena amistad con los pretorianos, guiados por el Prefecto Afranio Burro, que sepamos, amigo de Séneca. En este contexto, la hipótesis sobre el encuentro entre las dos personalidades no es inverosímil, aunque no haya prueba cierta. Sin embargo, sí tenemos la prueba de la relación entre la familia de Séneca, la gens Annaea, y Pablo, a través de una inscripción funeraria de finales del siglo I o principios del II, encontrada en Ostia».

Don Lucio, anciano sacerdote del sur de España, que cuando se presentó ante las puertas del Cielo, había alcanzado en la historia terrena la veneranda edad de 99años, recordaba con nitidez algunos pensamientos de Séneca. Pensamientos que, cuando era joven seminarista, le hicieron pensar y le dieron fuerzas en momentos especiales de su vida, pues la vida no era otra cosa más que agonia hominis super terram (lucha del hombre en la tierra). Y cita un par de ellos:

- Con viriles acentos proclama Séneca la fraternidad humana: «¿Son esclavos? Di que son hombres. ¿Son esclavos? Lo mismo que tú. El que llamas esclavo nació de la misma simiente que tú... cual tú vive y muere» (Ad Luc).

- La razón es la revelación divina; la filosofía está en nosotros y consiste en conocer las cosas, no en jugar con los vocablos, non est philosophia populare artificium, nec ostentationi paratum: non in verbis, sed in rebus est (la filosofía no es un artificio popular, ni un adorno para la ostentación: está, no en las palabras, sino en las cosas); así el conocimiento propio eleva el alma a lo absoluto. Dios se muestra en la conciencia, y viéndose el individuo en su razón suprema se convence de la inmortalidad.


Las dos ancianas transtiberinas, de pie sobre la acera desde hacía mucho tiempo ya, comenzaban a dar claras muestras de cansancio. Han dejado ya su animada conversación. La espera ha quebrado su locuacidad y se limitan a lamentarse no sólo de la tardanza del autobús, sino también de las consecuencias que esta tardanza va acarreando. La primera de ellas es el dolor de piernas que va empezando a dejarse sentir con mayor intensidad cada momento que pasa.

- La próxima vez -afirma convencida la sora Andreina- me traigo una silla. Tengo una en el cuarto trastero, que es la que uso en la playa cuando me llevan mis hijos en verano. Es pequeña y plegable; además pesa poco y se maneja muy bien.

- Tienes razón -le responde la sora Rosa. Yo también tengo una sillita como la tuya. La próxima semana la traemos y así nos sentamos mientras esperamos el bendito autobús…

La religiosa dominica, por su parte, seguía paseando imperturbable mientras, devotamente, iba pasando las cuentas de su rosario, acariciándolas con sus dedos, a la vez que musitaba Avemarías.

- ¡¡Vaya, ya era hora!! Dijo el que tenía todas las pintas de ser un empleado de seguros. Fue una exclamación fuerte, casi un grito de liberación, de desahogo. La verdad es que llevaba ya mucho tiempo dando muestras de nerviosismo, mascullando palabras ininteligibles pero que manifestaban claramente su estado de ánimo, su irritación y su malestar. Palabras dirigidas seguramente contra la administración pública, incapaz de poner orden en los medios de transporte público. Hoy le esperaba otra reprimenda del jefe de la oficina. No era culpa suya. Lo sabía su jefe, sí. Pero le decía que se levantara antes y que cogiera un autobús más tempranero. “Y encima con sorna”, pensaba para sus adentros. Su jefe conocía muy bien las razones por las que no usaba su utilitario, un Fiat 127. Sabía que era imposible estacionar en menos de quinientos metros a la redonda de la oficina. Las multas eran constantes y cada vez más fuertes. No ganaba para multas. Por eso decidió dejar el coche estacionado en la calle, casi a la puerta de su casa.

Todos dirigimos la mirada hacia el Viale dei Quattro Venti. Y, sorpresa de las sorpresas, el 27 acababa de asomar y empezaba a recorrer la Plaza Dunant en dirección a la parada en la que le esperábamos nosotros desde hacía ya más de tres cuartos de hora. Una espera increíble. Una sensación de alivio recorrió los rostros de los esperadores comenzamos a movernos, dirigiéndonos al lugar donde sospechábamos que podían coincidir las puertas del autobús. Las tres puertas del mismo son usadas tanto para subir como para descender… La verdad es que se debería subir sólo por la puerta delantera. Así está indicado en unas pegatinas azules con una flecha blanca, mientras que en las otras puertas las hay un disco rojo con una línea blanca en medio, la prohibición que todos conocemos y que se usa también en tráfico rodado. Llegado el autobús a la parada se organiza el caos de los que bajan y los que subimos por la misma puerta. Aquí no se hace fila ni cola alguna. Cada uno sube como puede, empujando, apinfonando, como diría mi tío Antolín,a los que suben delante o se queda en tierra. Además esta hora de la mañana es considerada “hora punta”. Eso quiere decir que la afluencia es máxima, pues es el momento en que las personas van al trabajo.

El primero en subir al 27 fue el que tenía todas las trazas de ser un empleado de seguros. Yo fui quien, para mis adentros, le apliqué esa etiqueta. Pero, la verdad, no sabría por qué. Tal vez por la cartera que llevaba. Algo, no obstante, desdecía de este mester u oficio: el abultamiento de la misma, presagiando un bocadillo, cosa que no parece muy en consonancia con una profesión tan prestigiosa. Bueno, dejémoslo así. No se me ocurrió preguntárselo. Y si me hubiera venido a la mente hacerlo, estoy seguro que no le habría preguntado nada. En definitiva, qué me importaba a mí. Yo tenía otras cosas en qué pensar… El profesor Tejera me esperaba para las 11 en la Facultad de Psicología. A pesar de ser andaluz, de Cádiz, era muy rígido en eso de la puntualidad. A mí me gusta también ser puntual y que lo sean conmigo.

Las dos ancianas, con nuestra ayuda, subieron expeditamente al autobús. La religiosa dominica y yo, que las ayudamos, fuimos los últimos. Tuvimos dificultades pero lo conseguimos. Y de sentarse ni hablar, claro. De pie y como sardinas. Ya empezaba a hacer calor. La masa humana, apretada en tan poco espacio, daba señales inequivocables emitiendo efluvios que denotaban que el sudor iba haciendo su aparición de forma desbordante. Hasta la religiosa dominica, encerrada en su hábito blanco, comenzaba a secarse las gotas de sudor que, como perlas espontáneas iban apareciendo, recalcitrantes, en su rostro. Esta sudada general y el sol que penetraba, inclemente, a través de los cristales del autobús, recalentando aún más el ambiente, me trajeron a la memoria algunos versos del poema Castilla de Manuel Machado que dicen:

El ciego sol se estrella
en las duras aristas de las armas,
llaga de luz los petos y espaldares
y flamea en las puntras de las lanzas.
El ciego sol, la sed y la fatiga
por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro-, el Cid cabalga.


El Cid se despide de su Esposa Doña Jimena y de sus dos hijas: Doña Elvira y Doña Sol

A pesar de encontrarme en una situación precaria, firme como un soldado, enfilado como una anchoa en un tarro de conservas, empaquetado y presionado por cuerpos sudorosos -o tal vez por eso mismo- mi mente, en alas de una imaginación que no dudaría en definir medianamente febricitante, dada la situación ambiental en la que me encuentro, subido aquí en un autobús de la línea 27, mi mente, digo, ha empezado a deslizarse una vez más por vericuetos nuevos e inesperados, explayándose en asociaciones de ideas, recuerdos y pensamientos.

Llama mucho la atención, si uno lo observa detenidamente, el complejo proceso mental mediante el cual se produce la asociación de ideas: uno comienza pensando una cosa concreta, próxima, casi tangible, como puede ser la espera del autobús y las circunstancias que la rodean, personas, objetos, ambiente, movimiento, palabras oídas o pensadas, para terminar, siguiendo una trayectoria imprevista e imprevisible, hablando, por ejemplo, de la posible amistad entre el Apóstol San Pablo y el filósofo hispano-romano Lucio Anneo Séneca. No olvidemos que la asociación libre es una libre conexión mental entre ideas, imágenes o representaciones, por su semejanza, contigüidad o contraste. Es decir, que cualquier cosa que en un momento determinado pueda estimular nuestra atención, incluso a través de nuestro inconsciente, puede formar parte de este proceso asociativo, y desviar, por tanto, la ruta de nuestros pensamientos hacia otros derroteros.

En aquellos escritos míos, que para andar por casa denomino “A vuela pluma”, sigo este proceso de manera natural, espontánea, sin un propósito preconcebido, sino el de dejar que mis ideas, mis recuerdos, mis pensamientos…, en la medida que van fluyendo, se plasmen en palabras y comuniquen, pues el destino de todo escrito es el de ser leído y, a través de la lectura, deleitando, informar y no pocas veces formar. Y, en ocasiones, inclusive destruir unicidades o ‘uniquismos’ -perdón por el neologismo-, como es el denominado “pensamiento único” -que no es uno sólo, sino diversos pensamientos únicos, según el grupo dominante que lo elabore-, lo que los psicólogos llamamos “pensamiento de grupo”.

Aquí sí que hay materia para reflexionar y para debatir largamente pues caducos liberalismos, neoliberalismos heterodoxos, trasnochados socialismos, relativismos corrosivos y materialismos hedonistas, cada cual a su modo y desde su miope perspectiva, han propugnado un pensamiento único, proponiéndolo como forma exclusiva de prosperidad de vida y bienestar social. Y todos somos testigos de a dónde nos han llevado con sus “democráticas dictaduras”, su “Alianza de Civilizaciones” y su “Educación para la Ciudadanía”.

Entre paradas y arrancadas, subir y bajar gente, siguiendo Via Cavour y dejando Santa María la Mayor a la derecha, llegamos a la Piazza dei Cinquecento. Esta enorme plaza se encuentra frente a la estación Termini. Una gran parte de la misma está dedicada a diversas líneas de autobuses que, procedentes de los cuatro puntos cardinales de la ciudad, tienen en ella el final y el principio, la llegada y la salida del servicio público que prestan. La Piazza dei Cinquecento (Plaza de los Quinientos), por lo que al nombre se refiere, tiene su historia.

Como si fueran monumentos, las plazas y calles de las innumerables e históricas ciudades europeas, son homenaje, celebran o recuerdan -memoria histórica- hechos, acontecimientos y personajes que la comunidad nacional o local consideran dignos de ser entregados a la posteridad para que no caigan en el olvido. En ocasiones, como en este caso, recuerdan a los caídos o exterminados en las diversas -excesivas- guerras, batallas y genocidios que han plagado la historia de los todos los pueblos ya desde sus albores.

Esta Plaza, que hasta 1888 se llamaba “de Términi”, cambió su nombre. La causa fue la destrucción total -la matanza de Dogali- de una columna de 548 soldados italianos que escoltaba un convoy de abastecimiento de víveres y municiones con destino al fuerte de Saati, situado no lejos precisamente de la ciudad etíope de Dogali. Era la primera fase de expansión italiana en Eritrea. Amanecía el 26 de enero de 1887. La columna, al mando del coronel De Cristoforis, fue avistada por un grupo de guerreros que informaron a Ras Aula, general abisinio y señor de Asmara, quien envió 7.000 abisinios contra la columna de apoyo del convoy. La matanza de soldados italianos fue total, cayendo uno detrás de otro en defensa de unos abastecimientos que eran vitales para el fuerte y al que nunca llegaron. La Plaza de Términi pasó a llamarse Dei Cinquecento un año después del exterminio de Dogali, es decir en 1888. Un monumento, coronado por un obelisco egipcio, recuerda los hechos entregando a la posteridad los nombres de los caídos, de los Quinientos.

Hemos llegado al final del recorrido del 27, es decir, a la estación de Términi. El ‘empleado de seguros’ se había bajado en los Foros Imperiales, no lejos del Coliseo. La parada estaba al principio de Via Cavour -político piamontés, artífice de la unificación de Italia. Seguramente era en aquella zona, rica en oficinas pertenecientes a toda clase de empresas particulares y entidades públicas, donde se encontraba su lugar de trabajo.


Vista de los Foros Imperiales Construidos por diversos Emperadores

Curia Julia - Julio César Nueva sede del Senado (44 a.C.)


Mercado o Foro de Trajano(107-112 d.C.)

El Foro (en latín, forum) era un espacio público en las antiguas ciudades romanas con funciones comerciales, financieras, religiosas, judiciales y de prostitución, además de ser el lugar donde los ciudadanos romanos realizaban comúnmente su vida social. Originalmente el término foro era usado para referirse al lugar de una ciudad donde se establecía el mercado. Se encontraba en una de las cuatro entradas de la ciudad y durante mucho tiempo estuvo situado fuera de las murallas (de ahí el nombre forum, que significa ‘fuera’).

Este mercado constituía una especie de enlace con el mundo exterior. Sin embargo, a partir del siglo III a. C. el foro vino a transformarse en una plaza porticada, situada ya en el interior de la ciudad. El Foro Romano (Forum Romanum, aun cuando los romanos se referían a él como Forum Magnum o simplemente Forum) era el foro de la ciudad de Roma, es decir, la zona central en torno a la que se desarrolló la antigua ciudad y en la que tenían lugar el comercio, los negocios, la prostitución, la religión y la administración de justicia. En él se situaba el hogar comunal. Series de restos de pavimento muestran que sedimentos erosionados desde las colinas circundantes ya estaban elevando el nivel del foro en la primera época de la República. Originalmente había sido un terreno pantanoso, que fue drenado por los Tarquinos mediante la Cloaca Máxima. Su pavimento de travertino definitivo, que aún puede verse, data del reinado de César Augusto.

Actualmente es famoso por sus restos, que muestran elocuentemente el uso de los espacios urbanos durante el Imperio Romano. En el extremo inferior izquierdo del foro se halla el gran edificio de la Curia Iulia, nueva sede del Senado, que es uno de los edificios de Roma mejor conservados. Era la tercera Curia y fue mandada edificar por Cayo Julio César durante su dictadura, tras la destrucción de la Curia Hostilia, pero la terminó Octavio Augusto, en el año 29 a. C.

La religiosa dominica se había bajado en las cercanías de Santa María la Mayor, corroborando con ello que mi suposición de que pudiera ir a la Basílica Liberiana era muy posible.

La sora Andreina y la sora Rosa se bajaron en el final de la carrera del 27, es decir, en la Piazza dei Cinquecento. Al parecer tenían que caminar todavía un poquito pues las vi que se cogían del brazo tomando la dirección de Via Marsala, que bordea la Estación de Términi por su lado oriental.

A pocos pasos de la parada del 27 se encuentra la del 36, que es el autobús que me lleva hasta la entrada misma de la Universidad Salesiana, donde estoy estudiando Ciencias de la Educación, especialidad Psicología clínica. Allí me espera el profesor Manuel Tejera de Meer. Subo al autobús y veo que hay pocas personas. El conductor ha puesto en marcha el motor dispuesto a partir de un momento a otro. Me siento, pues me queda aún una media hora larga de trayecto. Pongo la cartera y los libros en el asiento de al lado y cojo el voluminoso cuaderno de apuntes para refrescar mi memoria, actualizando los temas sobre los que voy a hablar con el profesor Tejera.

El autobús parte lentamente. Mi mente y mi atención se centran exclusivamente en las ideas que, previamente, había esquematizado en el cuaderno. Se trata de unas notas sobre los temas que deseaba tratar con el moderador de mi tesis sobre “La culpa en Carlos Castilla del Pino”. El autobús 36 ha dejado ya el barrio de la Estación de Términi y se está adentrando en el Nomentano, recorrido precisamente por la larguísima calle Nomentana, antigua vía consular romana que iba desde Roma hasta la ciudad de Nomentum, situada en las cercanías de la actual Mentana, a unos 25 kilómetros de Roma hacia levante, perteneciente a la provincia de Roma. En esta ciudad tuvo lugar la batalla denominada de Mentana el 3 de noviembre de 1867, que enfrentó a tropas francesas y a Giuseppe Garibaldi en el trasfondo de la Unificación de Italia. Este territorio formaba parte del Estado Pontificio.

Las tropas francesas, que ocupaban Roma con la intención -decían- de proteger al Papado, se opusieron, junto con tropas pontificias, al avance de los garibaldinos, infligiéndoles una sangrienta derrota. La vía Nomentana nace precisamente en la Porta Pia (Puerta Pía). La Porta Pia es una de las puertas que se abren en las denominadas Murallas aurelianas de Roma, que se hizo particularmente el 20 de septiembre de 1870, cuando el trozo de muralla adyacente a la puerta fue escenario del final del Estado Pontificio. Después de cinco horas de ininterrumpido cañoneo, la artillería del recién creado Reino de Italia (1861) abrió un boquete en las Murallas, conocido como “Breccia di Porta Pia” (Brecha de Puerta Pía), que permitió a los soldados del cuerpo de “bersaglieri” y a otros destacamentos de infantería penetrar en la ciudad. En el punto exacto en que fue abierto el boquete, a unos cincuenta metros a oeste de la puerta, ha sido erigido un monumento en mármol y bronce; frente a la Puerta Pia se encuentra el Monumento al Bersagliere, construido en 1932 por orden de Mussolini.

La Puerta Pía fue uno de los actos de modernización y progreso para la ciudad realizado por Pío IV, Papa del 1559 al 1565, y nombrada de esta manera en su conmemoración. Está localizada al final de la Via Pia, y fue diseñada por Miguel Ángel para sustituir a la Porta Nomentana, que estaba situada varios cientos de metros al sur. La construcción comenzó en 1561 y finalizó en 1565, un año después de la muerte de Miguel Ángel y en el que murió Pío IV .

Las Murallas Aurelianas fueron construidas entre los años 270 y 273 por el emperador Aureliano para defender a Roma, capital del imperio, de los ataques de los bárbaros. Después de haber sufrido numerosas reestructuraciones en épocas sucesivas, tanto en la antigüedad como en épocas modernas, las murallas aparecen hoy en relativo buen estado de conservación en la mayor parte de su trazado. En la antigüedad tenían una longitud de 19 kms. Mientras que hoy han quedado reducidas a 12,5.


Murallas Aurelianas, 270-273


Puerta Pía


Puerta Pía y, a la derecha, la “breccia”-1870

Sentado en uno de los pocos asientos de que están dotados los autobuses romanos, hechos más para ir de pie que sentados, mi mirada se extendía, a través de la ventanilla, por los jardines que bordean un largo tramo de la izquierda de la calle. Los niños lo siguen animando con su alegría, sus risas incesantes, sus gritos, sus carreras, sus juegos, hasta sus llantos, a la vez que lanzan un mensaje de esperanza al mundo, a una sociedad que envejece y que les está limitando con sus leyes del aborto, cruel contradicción de unos Estados que pretenden progresar y construir una sociedad de bienestar… ¿para quién? El descenso de natalidad corta por lo sano toda pretensión de progreso, de felicidad, pues cada vez va quedando menos población para gozar de la vida y de sus encantos, entre los que está también la felicidad interior, la del espíritu, la del amor a los demás predicado por Cristo y sellado con su muerte y resurrección. Ese es el grito que desde los jardines sube a los palacios del poder. En los jardines de Roma, como en los del mundo entero, se anida la esperanza del futuro. Los niños, de mirada limpia, espontáneos, puros, sencillos, incapaces de odiar, deseosos de dar y recibir cariño, son la esperanza del mañana. Dejad que nazcan hoy para que puedan alegrar los jardines de siempre en cualquier parte del mundo.

Cuando las risas de los niños del jardín de la Nomentana se iban perdiendo en lontananza, he aquí que, también a la izquierda de dicha calle, saliendo de Roma, correspondiente al número 349 de la misma, se encuentra el conjunto monumental de Santa Inés extra muros (Complesso monumentale di Sant’Agnese fuori le mura), una de esas perlas preciosas de que tan abundantemente está tachonada la Ciudad Eterna. Basta atravesar el umbral de una puerta abierta en una tapia, más bien anónima, para encontrarse de improviso, y fascinados, en un pasado remoto comprendido entre los siglos IV y VII.

En un silencio casi irreal, patios y senderos arbolados nos descubren algunos edificios verdaderamente maravillosos. Los padres de Inés, pertenecientes a la nobleza romana, tenían su casa de campo. A ella llevaron a su hija, degollada como un cordero, en el Estadio Domiciano -hoy Plaza Navona-, depositando su cadáver en la catacumba que lleva su nombre. El conjunto monumental de Santa Inés extra muros surge en el II miglio (milla en español) de la vía Nomentana. Hay que aclarar una cosa: el contenido y el significado de esta palabra. La palabra miglio deriva de la expresión latina milia passuum, "miles de pasos" que en la Antigua Roma indicaba una unidad de longitud igual a mil pasos (1 paso = 1,48 metros).

Conviene recordar que para los antiguos romanos el passus se entendía la distancia entre el punto en que un pie se levanta del suelo y el punto de apoyo del mismo pie durante el acto de caminar. Por lo tanto, la distancia es el doble respecto a lo que entendemos hoy por paso. Se habla de “conjunto” en cuanto este lugar reúne un amplio y articulado grupo de edificios cristianos muy antiguos, pero construidos y modificados en momentos históricos diversos: la catacumba de Santa Inés donde estuvo enterrada la santa mártir; el Mausoleo de Santa Constanza; la basílica constantiniana (siglo IV), de la que quedan solamente ruinas y unas paredes imponentes; y la basílica honoriana que fue mandada construir por el Papa Honorio I (625-638). Se trata de la basílica actual ya que la constantiniana estaba en ruinas. El mausoleo de Constantina, conocido con el nombre de iglesia de Santa Constanza, fue construido por el Emperador Constantino (272-337) en el segundo cuarto del siglo IV para su hija Constantina, junto a la antigua Basílica de Santa Inés extra muros. Estas edificaciones estaban siempre unidas a alguna basílica. Es un edificio de planta centralizada, como todos los mausoleos. Algunos autores afirman que el Mausoleo fue erigido por deseo de la misma Constantina para acoger los restos mortales de Santa Inés, que se encontraban en la catacumba adyacente


Catacumba de Santa Inés-Roma s. III


Mausoleo de Santa Constanza-Roma s.IV


Restos de la Basílica constantiniana – s. IV


Basílica honoriana s.VII


Santa Inés in Agone F.Borromini s. XVII


Plaza Navona –Estadio de Domiciano s. I

El 36 sigue su carrera, dejando por la izquierda la interminable vía Nomentana, después de pasar el puente sobre el río Aniene, afluente del Tíber. El autobús gira hacia la avenida Tirreno, atraviesa la avenida Jonio y entra en la vía Monte Cervialto que termina precisamente en la plaza del Ateneo Salesiano, donde se encuentra la Universidad, construida sobre un altozano del barrio Nuevo Salario. Mis apuntes, perfectamente claros ya en mi memoria, pues los había esquematizado con parsimonia y buena dosis de atención y reflexión, descansaban plácidamente sobre mis rodillas. Eso hace que, durante todo el recorrido haya podido seguir dando rienda suelta a mi imaginación, entrelazando lugares, imágenes, personajes y datos históricos, en una libre asociación de ideas y pensamientos. He de decir que hay también una iglesia dedicada a Santa Inés, virgen y mártir en la plaza que hoy conocemos con el nombre de Plaza Navona. La plaza sigue el trazado de un antiguo estadio, en forma de U, muy similar a los estadios griegos. Se trata del Stadium de Domiciano del siglo I, cuando los romanos iban a él a ver los agones («juegos», «competiciones», «luchas», incluso cruentas, como todos sabemos. Tal es el caso de los gladiadores, por ejemplo). Se le conocía también como Circus Agonalis. Se cree que con el tiempo el nombre cambió de in agone a navone y más adelante a navona. Se estima que tenía capacidad para 30.000 espectadores y aún pueden verse algunos restos de la antigua estructura al norte de la plaza.

Algunos autores ha afirmado que este estadio de Domiciano, dada su proximidad al Tíber, fue utilizado también para los juegos navales denominados naumaquias. Para ello era suficiente desviar una cierta cantidad de agua del Tíber canalizándola para la ocasión hacia el Estadio Domiciano. Los que sostienen esta tesis, entre otros argumentos proponen el nombre que luego se dio al estadio: navone (de navis). Pero no se han encontrado documentos en su favor, por lo que la historia no parece avalar esta hipótesis. Los romanos celebraban representaciones de combates navales, de gran importancia durante la época imperial. Su teatralidad, su megalomanía y su crueldad eran propias de un régimen totalitario. Las naumaquias, eran el mayor espectáculo en la Roma imperial. No olvidemos que los juegos en general eran muy numerosos y populares en esta época, no sólo los juegos individuales sino también los colectivos. En estos espectáculos, entre los que se incluían los combates de gladiadores, las carreras de carros o la matanza de animales salvajes, el placer se convertía en pasión, cuyos excesos, aunque censurados por sabios y filósofos, no impedían que ellos mismos acudieran a contemplarlo con interés y agrado.


Naumaquia – Cuadro del pintor español Ulpiano Checa (1860-1916)

Pero de este tema nos ocuparemos en un próximo “A vuela pluma”, pues vale la pena descubrir los entresijos de la historia de hace 2 mil años, fuente de comprensión y explicación de muchas de las costumbres y del acervo cultural y moral de nuestro momento actual. No olvidemos que de esta época es, por ejemplo, la tan conocida y usada frase de Décimo Junio Juvenal (60-128 d.C) contenida en la Sátira X que dice: …“nunc se continet atque duas tantum res anxius optat, panem et circenses” (…[la gente] se limita ahora a pensar en sí misma y desea ansiosamente sólo dos cosas: pan y juegos circenses).

Los políticos, al regalar comida barata y entretenimiento, se dieron cuenta de que la política de "pan y circo" sería la forma más efectiva de subir al poder. Juvenal, en realidad, a lo que hace referencia es a la práctica Romana de proveer trigo gratis a los ciudadanos Romanos así como costosos circos y otras formas de entretenimiento como medio para ganar poder político a través del populismo. ¡Cuánto se parece todo esto a lo que ocurre hoy en nuestras democracias modernas a pesar de los dos mil años que nos separan! Digamos que, como espectáculo, la muerte debía ser envuelta en el lujo y la fantasía. No es de extrañar, por tanto, que en Roma, centro del poder, el régimen imperial derrochase oro e imaginación, para ofrecer a un pueblo que se sentía dueño del mundo juegos dignos de esta condición. Y a este tipo de juegos pertenecían sin duda los simulacros de combates navales, los más ostentosos y espectaculares, y también, por lo mismo, los menos usuales, hasta el punto de merecer la atención de escritores como Suetonio, Tácito o Dión Casio, que transmitieron a la posterioridad muchos de sus pormenores.

Era el año 304 d.C. Se cree que en este lugar del poco recomendable suburbio de Campo Marcio estaba emplazado el burdel donde santa Inés -una aristócrata romana- fue obligada -por ser cristiana y rechazar las pretensiones del hijo del Prefecto de Roma- a desnudarse para divertir a los clientes. Según la leyenda sus cabellos crecieron milagrosamente hasta cubrir su desnudez. Tras infructuosos intentos de abrasarla viva, al final muere de un golpe de espada en el cuello como si fuera un cordero.

La Iglesia la reconoce como una de sus mártires. El papa Inocencio X encomienda, en 1652, a Girolamo Rainaldi y a su hijo Carlos el proyecto de construcción de una capilla en el lugar donde se alza el santuario de santa Inés. Despedidos los Rainaldi por el pontífice, la obra fue entregada a Borromini en 1653, que conservará el interior, de esquema en cruz griega, pero realzando el tambor de su cúpula, y derrumbará la fachada, reconstruyéndola de nuevo. Borromini perdió el encargo antes de completarlo, debido a la muerte del papa Inocencio X en 1655. El nuevo papa, Alejandro VII, y el príncipe Camilo Pamphili volvieron a llamar a Rainaldi, pero este no hizo grandes cambios y la iglesia todavía es considerada como una expresión notable de los conceptos de Borromini, eximio arquitecto suizo y exponente de primer orden en el espléndido barroco romano.

Ensimismado en estos pensamientos he transcurrido la mayor parte del recorrido del 36 en dirección a la Universidad Salesiana. Ya falta poco para que su silueta se empiece a perfilar en el montecillo del fondo, a la izquierda, justo donde el autobús termina su carrera. Esa es la Plaza del Ateneo Salesiano. Son las 11 menos diez. Tengo el tiempo justo para llegar puntual a la cita con el prof. Tejera y las circunstancias que a entrambos nos rodean, la principal “La culpa en la obra de Carlos Castilla del Pino” tema de mi tesis, objeto de nuestro encuentro, de nuestro diálogo, del que saldrán propuestas nuevas y más avanzadas de trabajo para este verano. Son las 11 de la mañana. Llamo a la puerta, me hace entrar y nos sentamos. En los pinos del amplio jardín de la Universidad los pajarillos cantan posados a la sombra de las ramas, protegiéndose del caluroso sol de principios de julio. Es relajante como música de fondo.

- ¿Jase mucha calol aquí tamién, verdá? ¡¡Ufffff, este verano va a sel pero que mu terrible!!. Me dijo el Profesor Tejera, a modo de saludo mientras nos estrachábamos la mano.

Se mostraba como era, campechano, alegre, dicharachero, deseoso de exprersarse en su dialecto andaluz, seguro de que yo le entendía y apreciaba el detalle de hablarme con ese gracejo tan típico de su maravillosa tierra.

- Mira, me dijo, Ahí he nacido yo. Esa es mi ciudad, Cádiz. Y señalaba la pared, a sus espaldas, donde colgaba una fotografía espléndida de la por todos conocida como "La tacita de Plata".
Sonriendo y lleno de orgullo por su patria chica, me invita a sentarme frente a él, al otro lado de la escribanía.

Encendió un modesto ventilador, colocado an el ángulo izquierdo de su mesa y comenzamos nuestro diálogo que fue ciertamente muy fructífero y agradable.


Ciudad de Cádiz - Llamada la Tacita de Plata


Guillermo Martín Rodríguez Roma, 15 de julio de 1972

a Tacita de Plata