A VUELA PLUMA - Nº XII
A propósito de Don Miguel de Cervantes Saavedra
(En conmemoración del IV Centenario de su muerte)
EFECTO CURIOSIDAD
La curiosidad es siempre fecunda. ¿Que por qué digo esto? No se trata
de una frase más o menos feliz, ingeniosa, inclusive lapidaria. Nada de todo
eso. Hablo de una curiosidad con un objetivo muy concreto y sobre un personaje
real, histórico, que perdió el uso de la mano izquierda en la batalla de
Lepanto y escribió una obra inmortal: El
Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Se trata, como es fácilmente
adivinable, de D. Miguel de Cervantes Saavedra, como reza este escrito en su
título; escrito que, además de estar vertido sobre estas cuartillas “a vuela
pluma” y espontáneamente, es para mí motivo de expansión, esparcimiento, solaz
y sereno sosiego.
Cervantes nació, como se sabe, en Alcalá de Henares el 29 de septiembre (festividad de San Miguel) del año 1547,
en la parroquia de Santa María la Mayor, y murió en Madrid el 22 de abril de 1616. Fue enterrado al día siguiente, el 23 del
mismo mes. Con esta fecha se designa corrientemente la de su muerte.
Cuando escribo estas líneas campea
en el calendario el mes de abril de 2016. La poco casual y magnífica efemérides
tetrasecular y su celebración, viene como anillo al dedo y que, con orgullo, se
celebre. Por mi parte, pongo mi grano de arena. Han pasado exactamente cuatro
siglos de su dormición. Yo le he despertado, sin advertirle de mis intenciones,
como sólo la mente humana, su imaginación y fantasía pueden hacerlo y le he
traído a Roma, mi ciudad de residencia. Tenía deseos de pasar unos días con él
pues se puede decir que es uno de los santos de mi devoción en
campo literario y de la fantasía, pues sus criaturas, Don Quijote y
Sancho, son modelo insuperable de ese poder humano del ensueño y la inventiva donde la realidad y la
imaginación, la quimera y la utopía conviven en estrecha alianza, fecunda
compañía y cómplice coalición.
Tenía entendido, por haberlo leído en alguna parte,
que nuestro célebre alcalaíno había estado en Roma. He averiguado y así ha
sido. Buscando curiosamente, he encontrado que en el año 1569 un tal Miguel de Cervantes fue condenado en Madrid a arresto
y amputación de la mano derecha por haber herido a una persona. La pena,
bastante común, se aplicaba a quien se atreviera a hacer uso de armas en las
proximidades de la residencia real. Se ha conservado una providencia de Felipe
II que data de 1569,
donde manda “prender a Miguel de Cervantes, acusado de herir en un duelo a un
tal Antonio Segura, maestro de obras”. No se sabe si Cervantes salió de España
ese mismo año huyendo de esta sanción, pero lo cierto es que en diciembre de
1569 se encontraba en los dominios españoles de Italia, provisto de un
certificado de cristiano viejo (sin ascendientes judíos o moros), y meses
después era soldado en la compañía de Diego de Urbina.
Al poco tiempo, ya en 1570, consiguió entrar como camarero al servicio del
cardenal Acquaviva. Por motivos que se desconocen, abandonó el empleo para alistarse
en la expedición contra los turcos.
Además de probar fortuna en el ejército,
Miguel quedaría absuelto del delito por el que decidió huir a Italia. En octubre de 1571 participó, enfermo, en la batalla de
Lepanto, desde un esquife de la galera Marquesa, mandada por Andrea
Doria. Perdió como sabemos, el uso de su mano izquierda, y, repuesto de su
enfermedad, continuó, en 1574, en otras expediciones navales, como las
de Túnez y La Goleta.
Vive en Nápoles hasta 1575, en que decide regresar a España. En septiembre
de 1575, embarca en la galera Sol,
en compañía de su hermano Rodrigo,
con cartas de recomendación firmadas por Juan de Austria.
A los cinco días de viaje, unos corsarios berberiscos abordan su
galera. Su hermano y él, capturados, ingresaron en las prisiones de Argel.
Por sus cartas de recomendación o por su atractivo personal, sobrevivió a cuatro intentos
de fuga -1576-77-78 y 79-, cada uno de los cuales se castigaba con
durísimas penas, incluida la pena capital, bastante frecuente en casos de fuga.
Estuvo doce años fuera de España. Los pasó en aventuras y peripecias sin
fin. Lepanto y su famosa batalla fue para él un momento de gloria y de dolor.
Además peleó estando enfermo, como hemos dicho, y perdió el uso de la mano
izquierda.
La curiosidad, esa curiosidad mía de que hablo, cuya
suave carga, bondadosos y gratificantes efectos, me acompañan desde hace muchos
años, tiene un nombre y una razón de ser: Se trata de la denominada curiosidad bibliófila. Me explico.
Bueno, ante todo, creo de todos sabido que esa palabreja “bibliófilo” no es más
que la unión de dos vocablos griegos, que componen uno solo y que significa: amante de los libros. Tomadas por
separado dichas palabras son: biblos
= libro y filos = amante. Unidas
ambas forman una sola palabra: bibliófilo,
que es lo mismo que decir amante de los libros. Por eso he llegado a reunir una
hermosa y abundante biblioteca donde, buscando, se puede encontrar de todo. Con
una frase, que es claramente hiperbólica pero que viene
al caso, cabría afirmar que se pueden hallar temas de omni re scibili et quibusdam aliis., en palabras de Giovanni Pico della Mirandola, humanista y pensador italiano (24.04.1463- 17.11.1494.
He de decir que me ha ayudado mucho
en el acopio y recopilación de tanto libro, la existencia de lo que aquí en
Roma llaman “Porta Portese”. Se trata de un Mercadillo de lo usado que ocupa
una notable extensión en una zona bastante céntrica de Roma, al otro lado del
Tíber, en el Trans-Tíber, es decir donde se encuentra el barrio de Tastevere.
Se trata de aquel barrio que, en el incendio de Roma, Nerón contemplaba,
mientras ardía, desde la Peña Tarpeya, donde se encuentra el Capitolio.
Antes de seguir adelante, he
de decir que Cervantes, cuya presencia a mi lado voy personificando en mi
narración, estaba conmigo en estas mis correrías por las calles y plazas de la
Ciudad Eterna. De todo esto estuvimos hablando de tú a tú, sentados en los
bancos de hierro y madera de la plazuela que se abre en la calle Hercole Rolli,
punto clave y de mayor extensión del Mercadillo de Porta Portese, dada la anchura de la vía romana en ese punto. Es el
lugar más nutrido de chamarileros, quincalleros, libreros, ropavejeros, mercaderes,
merceros, zarracatines, barateros, trujamanes, marchantes, trajinantes,
especuladores, etc. Se presentaba esta barahúnda de personas, objetos y cosas,
según me decía Cervantes, admirado y sorprendido, “como una gran alhóndiga donde se compra y se vende
todo y de todo”. Era domingo, el día
dedicado al Mercadillo de Porta Portese.
He
de decir que Cervantes, como pude constatar, tiene unos conocimientos de la
historia romana y de la literatura, y un dominio de la lengua latina dignos de admiración. Todos estos temas
fueron objeto de nuestras conversaciones. Yo me preguntaba, cuando me hablaba y
me citaba párrafos en latín de Las
Catilinarias o Las Filípicas de
Cicerón, modelos de muy alta oratoria, cuándo sacaba tiempo para dedicarse a la
lectura, al estudio de tan extenso programa, pues él trambién escribía y mucho.
Luego me solía comentar, pidiéndome mi parecer, la perspicacia y la sutileza
sociopolítica que manifestaba el gran orador, y la sensibilidad de que hacía
gala en la exposición de su pensamiento y, por ende, de sus argumentos cuando
quería influir, que era muy a menudo, en la mente y voluntad de los jueces.
Una de las obras que más eco
y repercusión tenían en su interior, era precisamente Laelius, sive De Amicitia. "Lelio, o Sobre la amistad" trata de este tema afirmando que la única amistad posible es la que se da
entre iguales y pone de relieve la importancia de la misma para la felicidad
humana, elevando su principio a lo más digno de la humana naturaleza.
Él se identificaba mucho con las obras de Cicerón
que trataban de cosas más humanas, más personales, como por ejemplo Cato Maior De senectute (Sobre la vejez), De
oficiis (Sobre los deberes), que es
tal vez la obra maestra de Cicerón. El último de sus tres libros es el más
personal, escrito en parte bajo su aversión contra la tiranía de Marco
Antonio (Roma, 83 a.C. – Alejandría de Egipto, 30 a.C.) ,
quien, al final, le mandaría al patíbulo. De finibus bonorum et malorum. ("El sumo bien y el sumo mal")
Se trata de un diálogo filosófico en cinco libros. En él se plantea el
problema de qué es el sumo bien y el
sumo mal, virtud y placer, según las filosofías estoica y la epicúrea
respectivamente.
Después de haber descansado un poco, pues habíamos
hecho un sumario pero intenso recorrido por las callejas artificiales del
Mercado, sentados en un banco de madera e hierro de la plazuela,que en la
actualidad está dedicada a Ippolito Nievo (Padua,11.1831
- Mar Tirreno, en un naufragio, 4.03.1861),
escritor, periodista y patriota italiano del Realismo, zona central del citado Mercadillo, pensé que era
llegado el momento de invitar a D. Miguel a darnos un paseíto desde Porta Portese hasta la plaza del
Campidoglio, donde está el palacio que alberga las dependencias del Ayuntamiento
o Municipio de Roma. En el centro de la misma se encuentra una copia fiel de la
estatua ecuestre del Emperador, de origen hispano, Marco Aurelio. La original,
una genial obra de arte de autor anónimo, está a buen recaudo dentro del
palacio capitolino.
Ya de pie y disponiéndonos a iniciar el largo paseo
hasta la colina conocida como Collis
Capitolinus, Don Miguel me dispara una pregunta envuelta en risas un poco
sardónicas que me indicaban su capacidad de crítica a situaciones en las que
los protagonistas eran las más altas jerarquías de los primeros cincuenta años
del siglo XVI.
- ¿Qué pasó entre el Papa Paulo III y el Emperador
Carlos V, a propósito de la visita de éste a Roma y más en concreto a la Plaza
del Capitolio?
- Bueno, –le respondo, sorprendido por la cuestión
que me planteaba- entre ellos no pasó nada importante. Todo fue que el Papa
llevó al emperador a visitar el Capitolio, una de las siete colinas de Roma. Y
cuál no sería su frustración y vergüenza al ver que más que una plaza, digna de
Roma, lo que apareció ante sus ojos fue la imagen de un montículo lleno de mata
baja y hierba, donde ramoneaba pacíficamente un hato de cabras. El vulgo
llamaba a la colina monte caprino. Es
muy probable que el Emperador no las viera, pero se notaba que habían pastado
en sus laderas. Fue precisamente, tras la visita a Roma del emperador
Carlos I en 1536, cuando el
Papa Pablo III, Farnese, quedó avergonzado por el aspecto de la colina y
encargó a Miguel Ángel el diseño y realización de la nueva plaza.
- Me sonaba algo de eso –añadió Don Miguel sin
dejar de reír.
Seguimos caminando, en silencio, a lo largo de la
ribera del Tíber a su paso por la ladera del monte Aventino, en su parte oeste.
Yo notaba que Cervantes estaba pensativo. ¿Recordaba, acaso viejos tiempos,
aquellos en que estuvo en Roma, donde pasó un año como camarero del cardenal
Julio Acquaviva (Nápoles, 1546 – Roma, 1574)?. Conviene aclarart que
“camarero” en este caso era concepto equivalenter a “paje”, es decir joven
servidor al que se le atribuía especial confianza y distinción. Pero es fácil
que no tuviera mucho tiempo para caminar las calles de Roma, siguiendo los
pasos del purpurado y las obligaciones que de su
cargo derivaban. Del joven Giulio Acquaviva decía el
Embajador de España en Roma, Juan de Zúñiga: «Es
mozo muy virtuoso y de muchas letras, y de quien se puede esperar mucho
servicio, porque pasará adelante en esta corte».
El futuro cardenal fue
encargado por Pío V de llevar, en 1568, el pésame suyo y de la Corte Romana al Rey Felipe II,
con motivo de la muerte del príncipe Carlos, heredero de la Corona española,
ocurrida el 24 de julio de ese mismo año. El Papa Pío V le creó
cardenal diácono en el consistorio del 17 de mayo de 1570, recibiendo el capelo y
el título de San Teodoro al
mes siguiente.
- Por lo que pude saber después -me decía Cervantes-
mi amigo, el cardenal, falleció en Roma en 1574 a la edad de 28 años, fue
sepultado en la Basílica de San Juan de Letrán.
- Miguel, creo que, si te apetece, uno de estos
días podemos ir a hacer una visita a la Basílica lateranense para ver su
sepultura. Así podemos constatar si el monumento funerario pertenece al
escultor Isaia Ganti, más conocido como Isaia da Pisa, su ciudad de nacimiento.
Hay quien afirma su autoría, pero la verdad es que mientras el cardenál murió
en 1574, el escultor había muerto ya en los últimos meses de 1564. Como ves no
pudo ser el escultor pisano el autor del monumento funerario del cardenal
Acquaviva.
-Sí, -me respondió Cervantes- Me gustaría ir a
visitar la Basílica de San Juan de Letrán y, ante la tumba del Cardenal rememorar
un pasado muy lejano, pero lleno de emociones, sentimientos y vivencias muy
personales. Pero lo vamos a preparar con tiempo y sin prisas.
- Estoy de acuerdo contigo –le respondí- El tiempo no nos falta.
Estábamos ya cerca del Teatro Marcelo. Dejamos la arboleda de majestuosos plátanos
que bordea el Tíber para dirigirnos, girando levemente hacia la derecha en
dirección a la Roca Tarpeya y el Capitolio. El Teatro nos quedaba a la espalda.
Nos dimos media vuelta y nos detuvimos para contemplar de frente, extasiados,
este maravilloso micro Coliseo. La verdad es que no se habla mucho de él. No
cabe duda de que no todos los turistas que
llegan a Roma, por no decir que son
pocos, saben que el Coliseo tiene un hermano menor en
pleno centro de la ciudad. Se trata de un Teatro romano, absorbido desde el siglo XII (año 1150) por
un edificio que, en cierto sentido ha sido su salvación y su conservación, si
bien incompleta, y que constituye una visión muy atractiva.
Es un teatro edificado en la Antigua Roma,
parcialmente conservado. Fue iniciado porJulio César y
acabado por Augusto entre los años 13-11 a. C.
Fue dañado en el incendio de Nerón del año 64, y
durante las luchas entre Vespasiano y Vitelio y
fue finalmente abandonado a principios del siglo IV.
Rápidamente fue utilizado como cantera pues ya en el mismo siglo IV, sus
bloques fueron utilizados para reparar el puente Cestio,
que enlaza la parte oeste de la Isla Tiberina con la orilla derecha del Tíber. El
Teatro fue transformado en fortaleza en el año 1150, lo que le evitó
futuras destrucciones.
Visiblemente emocionado, Don Miguel dio media vuelta de
nuevo, pero esta vez al contrario y dirigió su mirada y dio unos primeros pasos
hacia el Capitolio, que nos quedaba a poco más de cien metros. Pero la vista de
lo que fue la Roca Tarpeya, en la cima de la colina y la desnudez del
montecillo en su parte norte, balcón, según el romance histórico Mira Nero de Tarpeya, desde el que Nerón
contemplaba el incendio de Roma, principalmente la Roma del otro lado del
Tíber, el barrio popular denominado de Trastevere (Transtíber), hizo que
Cervantes se quedara en silencio, quieto, inmóvil, como si le hubieran clavado
los pies en el suelo.
No llegué a preguntarle ni siquiera qué tenía, si le
pasaba algo, si no se encontraba bien. No me dio tiempo. De repente, como
movido por un resorte, agitado, respirando con afán, y, ahora sí, incapaz de
estarse quieto, me dijo:
-Tengo la cabeza como un bombo. La historia y sus páginas
de sangre y de muerte, la avaricia y la arrogancia de los poderosos, el afán de
conquista y de poder, la humillación de la pobre gente y todo lo que supone
sumisión obligada de los débiles, las mujeres, los niños, el aniquilamiento de
la belleza tanto la de la naturaleza como la artística... son ideas, visiones,
sentimientos, dolores que se entrecruzan en mi mente y me crean una tensa situación
interior que me lleva a avergonzarme de la humanidad a la que pertenecemos. ¿Fracasó
Dios al crear al hombre a su imagen y semejanza, premiándole a la vez con el
don de la plena libertad?
La pregunta quedó suspendida en el aire. No tenía
respuesta. En todo caso sólo la podía responder Dios mismo, pero no lo hizo.
Nos dejó una vez más la libertad de juzgar nosotros mismos, los humanos,
nuestras propias acciones.
Se hizo el silencio. Sus palabras cesaron de brotar de su
boca, dando un descanso sobre todo a su mente, frenando su irruencia y calmando
la elaboración vertiginosa de sus pensamientos, impregnados de remembranzas en
las que se le hacían presentes los momentos de la Batalla de Lepanto, los
difíciles momentos de Túnez y La Goleta y de manera especial las prisiones de
Argel.
- Pero te voy a pedir –me dijo con más calma y sosiego-
que me ayudes a distraerme un poco. Y nada mejor que contrastar el pesar con el
recuerdo del pesar mismo. Se trata de llevar a efecto lo que los psicólogos
llamáis catarsis. Es decir, liberar
una emoción reprimida. Despertar, externar de nuevo la situación pasada que
procuró el trauma que nos atenaza, que nos embarga, que nos aplasta. Es como si
usaras conmigo lo que llamáis también medicina homeopática, ese tipo de receta alternativa caracterizada por el empleo de preparados
muy diluidos que quieren crear los mismos síntomas que sufre el paciente y así
curar el mal. En este sentido y con este fin, quiero
que me hables de dos cosas principalmente. Cuéntame algo sobre lo que se conoce
como El Gran Incendio de Roma. Esa es
la primera. La segunda cosa que me interesa, así tendré una definición y un
conocimiento más completos de Nerón, se refiere a la no menos famosa
construcción de la Domus Aurea.
- Se conoce como Gran incendio de Roma –comencé, resumiendo, con voz suave y serena- al que arrasó
esa parte de la ciudad durante el verano del año 64, reinando Nerón
como emperador. Su auténtica significación y alcance son motivo de disputa, ya
que las fuentes primarias, principalmente el historiador
Tácito,
que tratan sobre el incendio son pocas, y se contradicen en ciertos aspectos.
No obstante, parece claro que el incendio se inició o bien la noche del 18
al 19 de julio
del año 64,
o la del 19 de julio; y que la ciudad ardió por espacio de al menos cinco días.
La destrucción que causaron las llamas fue importante. Según Tácito, cuatro de
los catorce distritos de Roma fueron arrasados, y otros siete quedaron dañados.
Algunos monumentos de la ciudad, como el templo de Júpiter y el hogar de las Vírgenes Vestales fueron pasto de las llamas.
Lo que más se suele destacar es la destrucción por el fuego del Barrio de
Transtíber o Trastévere. Se trata de aquel barrio que, en el incendio de Roma,
Nerón contemplaba, mientras ardía, desde la Peña Tarpeya, donde se encuentra el
Capitolio. Todos recuerdan aquel romance anónimo, sobre el incendio de la
Ciudad Eterna. Romance titulado como bien sabes: Mira Nero de Tarpeya a Roma cómo se ardía.
No es necesario recordarte los versos del
romance. Seguro que los conoces y recuerdas su contenido. Este romance es muy popular en nuestras tierras
castellanas. Yo, que vivo en Roma, he pasado infinidad de veces por la zona del
Municipio o Campidolio de la ciudad. Cada vez que paso por allí, se me viene a la mente este romance,
que nada tiene de imaginario, sino que es, en su núcleo y en su contenido
general, totalmente histórico. Por eso
está clasificado, dentro del Romancero español, en el sector denominado histórico.
El romance narra las emociones, los gritos,
los llantos, las súplicas a Nerón para que pusiera remedio a tanto dolor; pero al asesino de su preceptor Séneca y de
su tía Domicia Lépida, nada le conmovía. Desmusicaba su arpa, hecha para
deleitar y dar apoyo al amor y a la paz, acompañando su canto y su ripiosa
poesía, indigna de ese nombre; carcajeaba como un demente como si el
espectáculo de Transtíber en llamas fuera un festejo macabro montado sólo para
el emperador asesino, como en realidad era. Todos sus vasallos, desde el
primero al último, sufren cruelmente por la inhumanidad de ese diablo encarnado
que fue Nerón. Y él contento de que los demás sufrieran. Reía “mientras veía a Roma
cómo se ardía”, afirma el romance, que es descriptivo y realista como si un
testigo presencial lo hubiera escrito. Y hasta se le ocurrió desencadenar una
persecución, la primera, contra los cristianos, acusándolos de haber provocado
el incendio de la ciudad. No olvidemos que durante el mandato de Nerón, como
Emperador de Roma, sufrieron el martirio muchos cristianos, entre ellos San
Pedro y San Pablo, hacia el año 67 de la era cristiana.
Quizá lo más relevante del gran incendio fueran sus consecuencias. Por un
lado, la historiografía cristiana indica en este hecho, como acabamos de decir,
la raíz de la primera persecución a los cristianos, ya que, tras
el incendio, Nerón
culpó a éstos de haber provocado el fuego, y muchos cristianos
fueron ajusticiados por ello. Por otro, en el espacio liberado por las llamas,
Nerón hizo construir uno de los símbolos de su megalomanía,
es decir, la Domus Aurea,
la Casa de Oro, un palacio de proporciones
desmedidas y de gran lujo que ocupó buena parte del centro de la ciudad.
Por lo que a la Domus
Aurea (Casa de Oro) se refiere, he de decir que era un
grandioso palacio construido por el emperador Nerón
en Roma
tras el gran incendio del año 64. Ocupaba, según se ha
calculado, alrededor de 50 hectáreas entre las colinas del Palatino
y el Esquilino.
Sus lujos incluían
incrustaciones de oro,
piedras
preciosas y marfil, y se cuenta que los techos de algunos salones tenían
compuertas por donde se arrojaban flores y perfumes durante las fiestas
ofrecidas por Nerón. Inacabada a la muerte de Nerón
y dañada por el incendio del 104, la Domus Aurea fue cubierta con escombros por
orden del emperador Trajano, una medida que a la larga aseguró su conservación al
evitar el habitual pillaje de materiales valiosos que afectó a otros edificios como
el Coliseo.
Al menos una parte de las estancias del palacio permaneció desconocida hasta el
siglo XV,
cuando se halló casualmente el acceso a una de las bóvedas tapadas bajo tierra.
Las decoraciones murales descubiertas entonces fueron la inspiración del motivo
denominado grutesco
que se hizo habitual en el Renacimiento. La palabra grutesco deriva
de gruta, en alusión a las ruinas subterráneas de la Domus.
Habría mucho que decir sobre la influencia en el Renacimiento
italiano de las decoraciones y recursos artísticos usados en la Domus Aurea. En otro momento nos
extenderemos sobre ello pues bien merece la pena. Ahora veo, querido Miguel,
que estás fatigado. No cabe duda que tus años te pesan, y la respuesta a mi
llamada, el despertar de tu apacible y
eterna dormición ha removido en ti muchos pensamientos, sentimientos,
emociones, imágenes, situaciones, personajes, personas queridas y no queridas,
perseguidores, denostadores y envidiosos de tu fama y tus valores únicos en la
historia de nuestra literatura y de nuestras letras en general.
Volviendo brevemente a la Domus Aurea, y terminando, por hoy pues seguiremos otro día,
nuestro periplo romano, conviene añadir que los restos encontrados en las posteriores excavaciones muestran un
buen estado de conservación, y sus pinturas son particularmente bellas. Sin
embargo, limitaciones presupuestarias han impedido durante décadas la
conservación adecuada del conjunto, que ha sufrido grietas y humedades que
hacían peligrar su sustentación y que desaconsejaban el acceso del público. A
raíz de dichas grietas y de la filtración del agua, el 30 de marzo de 2010 parte del techo de una
de las galerías del complejo, alrededor de 60 metros cuadrados, se vino abajo.
Afortunadamente en el momento del derrumbre no había turistas haciendo su
visita al monumento arqueológico.
- Gracias, Guillermo. Ya me
encuentro mucho mejor. Cuando se habla de belleza, de maravillas del hacer
humano, el alma se entona, rejuvenece. Sólo queda, en este caso, que la belleza
de esta obra, por otra parte desmesurada y en cierto sentido esperpéntica, se
apoya sobre sangre y huesos descarnados de seres humanos. Todo por voluntad de
un tirano, Nerón el Malo. No insisto en estas imágenes, pero no está mal que se
tenga de ellas una memoria histórica que, como magistra vitae, mantenga vivos principios humanos, dignidad de las
personas, derechos e igualdades, solidaridad y bondad. Esta sí que es la
respuesta de Dios a su por qué nos ha creado a su imagen y semejanza. En otra
ocasión seguiremos con estos temas. Roma da para muchos ratos de asueto
constructivo, enjundioso y de agradable conversación.
- Sí, Miguel. Seguiremos en otro
momento. Pero por de pronto, te felicito por tu tetracentenario y por la
posibilidad que me has dado de poderte abrazar y transmitirte mi felicitación
personalmente en la Ciudad Eterna.
¡¡¡Muchas Felicidades, Miguel!!!
Con afecto
Guillermo.
1 comentario:
Gracias por compartir este texto extraordinario. Una historia del pasado que se hace presente gracias a la calidad humana y cultural del autor. D. Guillermo Martín Rodríguez, un hombre imprescindible en nuestra cultura, en la cultura de todos los tiempos. Vaya desde aquí mi reconocimiento y homenaje permanente. Abrazos.
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