viernes, 15 de mayo de 2009

OSTIA Y OTROS PAGOS






19 de marzo de 1972
Guillermo Martín Rodríguez

Vista parcial de Ostia Antigua

Ostia


Un magnífico sol sobre la ciudad muerta. Un vientecillo que sopla de cuando en cuando despeinando inquietas cabelleras y refrescando rostros agradecidos. Los jilgueros gozan la frescura frondosa de los pinos y cantan a la primavera presente ya en su sangre y en la naturaleza que les rodea.

Todo es un impresionante lujo natural. Prados verdes, alfombra multicolor. Margaritas, violetas, almendros en flor. Casas sin tejados, muros de rojo ladrillo que cobijaron amores y odios, usura y explotación, esclavos y libres, hijos de la gleba y mercaderes.

Hoy todo está mudo, en silencio. Recorres sus calles, sus vías y no encuentras ya verduleras ni navegantes, matronas ni patricios, gladiadores ni legionarios. Pero te lo puedes imaginar todo: aquel pozo, hoy sin agua y cegado, bien pudo sostener sobre su brocal el cántaro de barro de una sierva o de una esclava, mientras un marinero o un mozo de cuadras le hacían galantemente la corte, parloteando en un latín balbuciente y lleno de barbarismos. Pero no cabe duda de que sus requiebros e incluso su amor manifiesto o celado sería tan fuerte, tal vez más salvajemente bello, que el de una joven noble con un centurión o con el hijo, apenas togado, de un rico mercader.

En el fondo, el amor es el mismo. “Eros”, el ‘Cupido’ romano, con su aljaba o pharetra llena de amorosas flechas, dispara y clava sus dardos sin distinción de razas ni colores, de nobles, esclavos o libres. Todos son seres humanos y, por ende, capaces de amor, con derecho de amar y ... de sufrir las penas del amor. Penas que, a veces y en todo tiempo, llegan a hacerse casi insufribles.

Y, ya en aquel entonces, había al final de una calleja, un ramo de laurel colgado sobre el dintel de una puerta. Se trataba de una “taberna vinaria”, es decir un almacén de vinos, donde estos se vendían al por mayor y al por menor, pues como todas las tabernas de todos los tiempos y lugares, era un sitio de encuentro de amigos, de cante y de baile ocasional, de conversación y de silencio, de compañía y de soledad.

Calle de Ostia Antigua


Ostia y otros pagos

En todo caso, el vino, fruto de la vid y del pisoteo del lagar, trasegado en abundancia más que en escasez, hacía de la taberna un lugar apetecible y atractivo para todo aquel que sintiera seca la garganta y la lengua con penuria de palabras. De allí se salía con la cabeza caliente, la garganta más suave que si se hubiera tomado una clara de huevo y la lengua... ¡ay la lengua! más entorpecida que cuando se entraba. Pero todo tenia una razón, una razón “divina”. En un ángulo de la taberna, rodeada de vasijas de vino, se encontraba la estatua del dios Baco -Dionisio para los griegos-, quien agradecía las libaciones que en su honor se le dedicaban en aquella taberna, que eran muchas en número y rebosantes de contenido.

Baco-Dios del vino

Un vino fuerte y oloroso era capaz de ahogar en el espíritu del hombre las más profundas penas amorosas. ¿Alienación? Sí. El despertar a la realidad, al final de la resaca y cuando los vapores etílicos se han desvanecido del todo, era terrible pues, en ocasiones, casi siempre, lo que se había pretendido sacrificar en aras de Baco, para liberarse de ello definitivamente, se hacía presente de nuevo con mayor ímpetu, sadismo y crueldad. Baco ocultaba detrás de su enorme copa de vino una diabólica sonrisa, pues conocía muy bien los efectos nefastos de una bebida que podía ser néctar para los dioses, invulnerables e inmunes a ella, pero que para los comunes mortales era, a la larga, deletérea, esclavizante y, al final, demoledora.


Ostia-Taberna vinaria

Había huido de algo que no le venía de fuera, como le llega un enemigo espada en mano, sino que huía de algo que llevaba dentro. Una espina clavada en el alma. ¿Cómo poner remedio a una desventura amorosa? ¿El suicidio? No. Es una cobardía. La anulación de sí mismo no resuelve nada. No dignifica a la persona.

Es muy posible encontrarse a este hombre, triste y cabizbajo, pensativo, recorrer el Forum con unos papiros, recogidos en dos bloques, cuidadosa y elegantemente atados con una correa de piel de gamo, resistente y a la vez suave al tacto. Un bloque lo lleva en la mano izquierda y el otro debajo del mismo brazo. La toga le pende del cuello con elegante abandono. De vez en cuando, su mano derecha, libre de papiros, se cierra nerviosa, sobre el pomo de la espada. Poco a poco sus pasos se hacen más lentos y reposados. Su vista, su mirada no vaga perdida en el horizonte. Los papiros parece que le atraen algo más, a pesar de su deprimido estado de ánimo. ¿Qué contienen esos papiros? Nos acercamos y , con gesto educado y afectuoso, nos los muestra. “Se trata, afirma, de dos fajos: el uno está escrito en latín, un latín fluido, elegante. Lo ha escrito Lucio Aneo Séneca, conocido también como el Hispano. Se trata de la obra “De tranquillitate animi”, ‘De la serenidad del alma’. Y añade: “Hay quien dice que Séneca es un cristiano oculto y que mantiene correspondencia epistolar con un tal Saulo o Pablo de Tarso, cristiano”.

Nos muestra el otro fajo de papiros y vemos que están escritos en griego, pero en un griego popular, perteneciente no ya a la etapa clásica sino a la helenista, ese período de influencia griega en tierras y comarcas muy alejadas de Atenas y de las ciudades de la Hélade. Mientras nos da estas explicaciones no muestra con el dedo algunas frases típicas de la cultura y del modo de hablar de los pueblos del Mediterráneo, a excepción de los griegos. Ese es el griego que él sabe y entiende a la perfección. “En realidad eso es lo que está ocurriendo con el latín en la periferia del imperio romano, no cree?” Dije yo con un cierto halo de ingenuidad. Él hizo un gesto afirmativo con la cabeza y pasó a mostrarnos de que se trataba. Son unas cartas de ese tal Pablo de Tarso, de que hemos hablado antes. Se veía que le interesaba este tipo. “Es extraño lo que en ellas dice. Habla en una de ellas a los cristianos de Roma y en las otras dos a los de Corinto. Sí es extraño, pero no deja de ser muy interesante. A veces me da la impresión de estar leyendo alguna de las obras de Séneca, pero en griego”. Un velo de tristeza se extiende invisible sobre su rostro. Posa sus ojos en el suelo y termina su diálogo con nosotros diciendo: “Me gustaría comentar todo esto con Cecilia. Cecilia es mi amor-dolor”. Levanta de golpe la cabeza como sacudiéndose malos pensamientos y nos dice que quiere hacerse con otros papiros. No sabe cuántos legajos puedan ser. En ellos, por lo que ha oído, se cuenta la vida, la doctrina y los milagros de otro judío, como Saulo, del que cuentan que después de morir, a los tres días ha resucitado. No es fácil de creer decía, mientras una sonrisa escéptica se le deslizaba por los labios hacia las comisuras. Pero ¡quién sabe! Parecía leerse en sus ojos, mientras su sonrisa se iba desvaneciendo rápidamente.

De todas maneras se ha propuesto estudiarlo muy a fondo con el fin de ver qué hay de verdad en todo eso. Y cuando se estaba alejando de nosotros le dije en voz alta: “¡A ver si consigue que Cecilia le dé una mano!”. Se detuvo un momento. Se volvió hacia nosotros nos sonrió con agradecimiento y nos saludó con un gesto de la mano, en parte de despedida y en parte de auto estímulo para emprender la tarea de saber, desde su estoicismo, quién es ese galileo del que tanto hablan.

Francamente no me parece mala idea. Tal vez partir de un “estoicismo cristiano” (Séneca-Pablo) le ayude a aliviar o a curar del todo ese mal de amor que le aqueja.

Uno de los pagos de Ostia

Sin embargo la espina sigue aún clavada. Hace sangrar el corazón. Con ello te demuestra que tienes corazón, que amas. Te duele el corazón. A mí se me vienen a la mente unos versos de San Juan de la Cruz:

“- ¿Por qué, pues has llagado
aqueste corazón, no le sanaste?;
y, pues me le has robado,
¿por qué así le dejaste
y no tomas el robo que robaste?
- Apaga mis enojos,
pues que ninguno basta a deshacellos,
y véante mis ojos
pues eres lumbre dellos,
y sólo para ti quiero tenellos”.
“Descubre tu presencia,
y máteme tu vista y hermosura;
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura”.

También me viene a la memoria una estrofa de una canción, titulada “Porta Romana”. Hay que decir que esta Puerta no está en Roma, sino en Milán, y que las inflexiones musicales y las sonoridades de la canción son una mezcla romano-milanesa, un poco triste y melancólica. La estrofa dice así:

“Un anno è bruto e lungo da passare.
D’amore non si muore, sarà anche vero,
ma quando ci sei dentro
non sai che fare”.

("Un año es largo, parece que nunca acabe.
De amor no se muere, puede ser verdad,
pero cuando estás dentro
no sabes qué hacer").

Es la lucha telúrica, de supervivencia existencial contra la nada, contra el vacío. Es un trauma terrible. Te crees lleno de algo que es esencial en tu vida. De hecho, tú estás lleno, pero a veces sientes que te arrancan el contenido por la fuerza, contra tu voluntad, incomprensiblemente. El vacío que te queda produce en ti, en el mejor de los casos, una profunda tristeza. A veces, desesperación, desequilibrio, odio al ser humano. Maldices tu vida, tu nulidad, tu impotencia. En esto mismo puedes ver que las raíces del amor han quedado aún en las profundidades de tu alma, de tu sangre roja, caliente. Que eres un ser normal, porque eres capaz de sufrir.

“Quien no sabe de penas
en este valle de dolores
no sabe de buenas
ni ha gustado amores,
pues penas es el traje de amadores”.

No sé si estos versos son así, ni de quién son. Pero los tengo muy metidos dentro y me afloran de cuando en cuando. Sin duda son de un estoico o de un místico. Luego he sabido algo que gira en torno a estos versos y que aclara un poco las cosas y sobre todo por qué producen emociones. La verdad es que se graban tan dentro del que los escucha que no los olvida nunca.

Pago adjunto de Ostia

Teresa de Jesús iniciaba la reforma carmelitana. Cuenta ya para la reforma de la rama masculina con el P. Fray Antonio de Jesús, prior en el convento de Santa Ana de los PP. Carmelitas de Medina del Campo, y con el P. Fray Juan de la Cruz, joven carmelita de 23 años, ordenado ya sacerdote.
Teresa de Jesús, con una frase suya que se ha hecho célebre, y aludiendo a la pequeña estatura y juventud de Juan, se lo comunica a sus monjas: ¡Ya tengo fraile y medio!... Eran, como hemos dicho, el fraile Fray Antonio y el medio fraile, Fray Juan.
Sus hermanos de Orden no están conformes con la reforma y le hacen una guerra implacable. Para desviarlo de su propósito, el superior le ofrece comodidad, estudios especiales, cátedra, todo lo que podía hacerle la vida feliz dentro del convento. Juan escucha serio y responde con frase lapidaria: Quien busca sólo a Jesucristo Crucificado, no necesita nada de todo eso.
Como no han servido los halagos, Juan es encerrado en una dura prisión en la ciudad de Toledo, donde sufre penalidades, humillaciones y dolores inimaginables. Pero él considera esto injusto y hace lo que puede por huir de la prisión.
Con paciencia infinita va aserrando poco a poco las rejas de la ventana. La operación dura nueve meses, y cuando ya está todo a punto, a media noche, quita la reja de un tironcito, se descuelga por la ventana y huye a través de las oscuras y solitarias calles toledanas.
Alcanza el convento de las monjas Carmelitas, que lo esconden y le dan de comer, pues está medio muerto. Ya de día, celebran una fiestecita en el mismo locutorio. La Priora hace cantar a dos novicias estos versos de autor desconocido:

“Quien no sabe de penas
en este valle de dolores
no sabe de cosas buenas
ni ha gustado de amores,
pues penas son el traje de amadores”.

Al oírlos, Fray Juan no puede de la emoción: ¡Callen, callen, no sigan!... Se tiene que agarrar a la verja, y cae en éxtasis durante más de una hora...
A partir de ahora, la vida de Fray Juan de la Cruz será como la de Teresa: recorrer toda España fundando conventos de la Orden reformada. Formar a los jóvenes, donde está toda la esperanza.
Además, Fray Juan escribe. Escribe sus experiencias místicas, aunque con un estilo muy diferente al de Teresa. La Santa describe de manera desenfadada, natural —"escribo como hablo", dice graciosamente—, mientras que Juan de la Cruz lo hace académicamente, con todas las reglas de la lógica y del arte, de modo que sus escritos son una obra maestra, y lo convierten en uno de los mejores clásicos de nuestra lengua.

Otro de los pagos de Ostia

No importa mucho quién es el autor de esos versos. Pero una cosa está muy clara, que el Dios en el que creo, en quien confío y al que me confío “está muy cerca de mí porque sufro” y que Él “no conoce el olvido”. ¿Pero se trata del Dios de Séneca o del de Pablo? Nuestro amigo de Ostia, el de los papiros debajo del brazo, a quien vamos a llamar Cayo Lucio, por darle un nombre y con él una identidad, está intentando penetrar en el pensamiento de ambos “filósofos” (todo filósofo tiene una teoría religiosa, una Teodicea, como la llaman los griegos, la Teología de los cristianos). Los piensa, los reflexiona, los hace suyos. Pero está esperando la llegada de unos papiros con unos escritos, que llaman Evangelios. Él sabe que se trata de eso que los cristianos llaman Buena Noticia, pues esa es la significación en griego, del que deriva esa palabra. Los espera con ansia para conocer más de cerca a un personaje, que dicen que ha muerto en la Cruz, allá en un extremo del Imperio, en Judea, en la ciudad de Jerusalén. Se trata de un judío, buena persona, por lo que oye decir, pero, al parecer, su doctrina no gusta a las autoridades romanas ni a los propios judíos, que son los que en definitiva le han crucificado en el monte Gólgota o de la Calavera. ¡Qué extraño nombre, y un poco macabro!, pensaba Cayo Lucio para sus adentros.

Nuestro amigo romano se dirige hacia un bosquecillo de pinos, situado a la salida de Ostia, en dirección al puerto. En el centro del bosquecillo hay un calvero en el que ha sido construido un templo dedicado a Minerva, diosa de la sabiduría, las artes, las técnicas de la guerra, además de protectora de Roma y patrona de los artesanos. Corresponde a la diosa Atenea de la mitología griega. Minerva había nacido de la cabeza de Júpiter, llegando a ser la más venerada e importante del Pantheón romano, junto a su padre Júpiter.

Templo de Minerva

Cayo Lucio, sentado en la escalinata del templo, observaba, a través de los escasos claros que dejaban los pinos, el trajín del puerto. Esta pequeña ciudad comercial y artesana servía de puerta (Ostium) para llagar a Roma por vía fluvial, pues está construida en la desembocadura del Tíber. Es el puerto marítimo-fluvial de ka ciudad de los Césares. Llegaban naves con pasajeros y mercancías de todas partes. Eran muy esperados los vinos y, sobre todo, el aceite de Iberia, la Hispania romana, concretamente de la Bética.

Miles de vasijas de barro, selladas en su origen y marcadas con el nombre del cónsul romano, que desde el sur de Iberia organizaba los transportes de los preciados y muy apreciados líquidos, una vez descargadas de las grandes naves con las que habían atravesado el Mare Nostrum, el Mediterráneo, eran cargadas de nuevo en naves más pequeñas que, Tíber arriba, las llevaban hasta el pequeño puerto fluvial situado en la base del Aventino (Collis Aventinus) a la entrada ya de Roma. Precisamente, a poco más de cien metros del Aventino existe un monte llamado Testaccio. Este Monte Testaccio o Monte dei cocci es una colina artificial construida en la ciudad de Roma, durante los siglos I al III d. C. Cubre un área de unos 20.000 m² en su base y se levanta hasta los 40 metros, si bien con toda probabilidad llegó a alcanzar una altura mayor. Se situaba dentro de la Muralla Aureliana. En la actualidad está semi cubierta por la vegetación.


Detalle del Monte Testaccio-Roma

La colina, de forma triangular está compuesta por restos de alrededor de 26 millones de ánforas rotas; sobre todo de aceite de oliva procedentes de lugares como la Bética (aproximadamente el 80% del total) o la Tripolitania (el 17%). El restante 3% proviene de la Galia, otras regiones de la península italiana, y también se han documentado algunas ánforas orientales.
Las ánforas llegaban al puerto fluvial de Roma, donde se vaciaba su contenido para, a continuación, romperlas en pedazos, que eran depositados, ordenadamente, por estratos y con paredes laterales de contención hechas con los mismos cascotes de las vasijas, en el Monte Testaccio, donde se echaba cal sobre los recipientes para evitar malos olores; en este sentido no era rentable lavar los recipientes y enviarlos de regreso a la Bética y otras regiones. Las ánforas parece ser que se trasladaban enteras, probablemente en grupos de cuatro, a lomos de asnos, mulas u otros animales de carga y posteriormente se rompían en Testaccio.

Varios arqueólogos españoles han llevado a cabo investigaciones de gran importancia en este lugar. El abulense Emilio Rodríguez Almeida, natural de Madrigal de las Altas Torres, ha dirigido las investigaciones de Testaccio desde 1989, con la ayuda de los también españoles José María Blázquez y José Romeral, en colaboración con el Dipartimento di Scienze della Terra de la Universidad de Roma. Rodríguez Almeida ha publicado diversos artículos en revistas de arqueología, y, en concreto un libro en italiano titulado “Il monte Testaccio”.


Vista parcial del Monte Testaccio

Un pago más de Ostia

Yo estoy seguro de que ese Dios que está ocupa la mente Cayo Lucio, está muy cerca de Cecilia, su amor dolorido y doliente. Pero él no lo sabe o no lo percibe. Y es que Cecilia sufre también y también está y permanece, mientras padece penas de amor, en la memoria de Dios. Cayo Lucio y Cecilia sufren con sufrimiento latino, sincero y, a la vez, orgulloso, indomable, y muy celoso.

Un navegante hispano, aventurero del amor y de las olas que rizan el Mare Nostrum, que llega de la Bética y que se encuentra con los ojos negros, luminosos, bellos de una joven romana, inteligente, atractiva, dulce, cariñosa, tierna, apasionada y... un poco celosa, difícilmente escapa a la red invisible que le tiende la trastiberina o la ostiense y en la que, lo sabe, va a caer inexorablemente.
Estos hispanos, definidos “bárbaros” por los romanos, como llamaban a todos los pueblos no itálicos, eran una pesadilla para los de la metrópoli. Eso era lo que había distanciado a Cayo Lucio y a Cecilia. No obstante el ostiense estaba dispuesto a aclarar la cuestión. Era necesario enderezar el entuerto cuanto antes, pues él considera que su vida no puede seguir sin Cecilia, no tiene sentido.
Las piedras de los escalones del templo de Minerva le han enfriado y entumecido las posaderas. Ha tenido que cubrirse con la toga pues el relente que llegaba del mar le ha enfriado brazos y piernas. Cayo Lucio se ha levantado pensativo y decidido a abordar de inmediato el problema. Sus pasos comenzaron a llevarle hacia el Teatro. Cecilia vive en la calle situada a espaldas del mismo y en esos momentos, casi con toda seguridad, estaba en casa.


Ostia-Teatro Romano

De todas maneras el tiempo había pasado pronto pues, superando momentáneamente el mal de amores, se enfrascó de lleno en la lectura de los papiros que llevaba bajo el brazo. La obrita de Séneca la conocía muy bien. Pero le gustaba leer algo de ella todos los días pues llenaba de sosiego, de paz y de serenidad su alma atormentada. El Tratado “De tranquillitate animi” producía lo que indicaba en su título, una verdadera serenidad del alma. Pero Cayo Lucio no quedaba satisfecho del todo.
En su interior las exigencias se iban haciendo cada día más fuertes. Su alma se serenaba, sí; pero necesitaba hacer de esa serenidad algo permanente. Hasta ahora eran momentos solamente, momentos fugaces, que duraban algunas horas, y, cuando mucho, un par de días. ¿Cómo se podría alcanzar esa tranquilidad de espíritu, capaz de superar las angustias, los afanes, las tristezas, los trabajos y los roces de cada día?

La serenidad del alma que él buscaba no pretendía prescindir de algo tan humano como eran los avatares de cada día, de cada año, de la vida entera. Para él, la vida de cada día, con todos lo que comporta de sinsabores y alegrías, de pesares y entusiasmos, de esfuerzo y gratificaciones, era algo que tenía su sentido, debía tener y dar sentido a todo eso. Pero le faltaba, desde su perspectiva politeísta, un ser superior, único, que sea la razón de todo, centrado en un Ser único, en un solo Dios. Nunca había acabado de comprender la mitología de su pueblo, como tampoco la de los griegos, que él conocía bien, pues eran interdependientes, sobre todo la latina de la griega. Había como un reparto de funciones entre dioses y diosas, como ocurre con los humanos. Cada cual desempeña un papel, y, como los humanos, tienen también sus defectos, maquinan sus venganzas y engaños. No hay trazas de perfección ni de espiritualidad.

Sigue caminando hacia la casa de Cecilia y no para de pensar en todo esto. Va más tranquilo. No sabe por qué pero tiene la sensación de que se va a solucionar su problema con Cecilia. En este momento le viene a la mente algo que ha oído en el Foro de Roma a propósito del “galileo” crucificado, dos cosas especialmente. La primera que cuando estaba en la cruz, mirando hacia el cielo pidió a su Padre que perdonara a sus verdugos porque no sabían lo que habían hecho crucificándole. Y la segunda, que los que lo seguían, esos que luego se han dado en llamar cristianos, afirman que ha resucitado. Es difícil de creer tanto lo primero como lo segundo. Cayo Lucio, un hombre cabal, sincero, incluso consigo mismo, percibe que detrás de todo esto hay algo que escapa a su capacidad de análisis y de penetración intelectual. Es algo, piensa, que tiene que ver con esa parte de nuestra humanidad que nos distingue como tales seres humanos y nos coloca muy por encima de los demás seres vivos.

Cave canem


Ya está llegando a casa de Cecilia. En la entrada del atrio puede leerse un letrero que dice “Cave canem”, que en román paladino significa “Atención al perro”. El enorme mastín le sale al encuentro. Desde que empezó a frecuentar a Cecilia, el perro le incluyó en el círculo de los familiares y amigos de su dueña. Antes de acariciar al perro, respondiendo así a sus muestras de alegría, a sus lametones, a sus carantoñas y a sus afectuosos roces contra sus piernas, Cayo Lucio se detuvo en el umbral de la puerta y, apoyando la mano libre en una de las jambas, tras breves momentos de reflexión, decidió dar por terminado el tema del “galileo” y de sus Evangelios. Pero la decisión estaba muy lejos de ser negativa. No pensaba dejar de lado el problema, pues el revuelo que se había formado en su interior era demasiado fuerte para no intentar llegar hasta el fondo de la cuestión. Toda la mitología pagana que habían cultivado sus antepasados, como familia y como pueblo, desde la época de Rómulo y Remo, y de la fundación de Roma (753 a.d. C.), había caído como de un elevado pedestal haciéndose añicos.


La loba amamanta a Rómulo y Remo

Si por una parte experimentaba un gran vacío dentro de sí, pues estaban desapareciendo sus apoyos “divinos”, desde los dioses lares o divinidades protectoras de la familia, hasta los supremos dioses del Olimpo: Júpiter Minerva y Juno, por otra percibía un sentido de liberación interior que le impulsaba a buscar a ese Dios único de que habla Pablo de Tarso en las cartas a los Romanos y a los Corintios. Los papiros ahí están. Lleva debajo del brazo y en la mano izquierda los rollos, en los que había estado leyendo hasta hacía no más de cinco minutos, esa filosofía extraña pero, al mismo tiempo, fascinante, expuesta en principio por el “galileo” y que Saulo exponía con sencillez y de una forma muy humana y familiar en esas cartas que acabada de leer.

“La decisión estaba tomada”. Esta frase se hizo eco en su mente y sonido casi imperceptible en sus labios, acompañada, mientras la pronunciaba, por una leve y triunfante sonrisa. En aquel momento le vino a la memoria la famosa frase de Julio César cuando decidió atravesar el Rubicón: “Alea iacta est” (‘la suerte está echada’). Julio César, se rebeló contra el Senado Romano, dando inicio así a la larga segunda guerra civil contra Pompeyo y los Optimates (grupo aristocrático de la República Romana). La noche del 11 al 12 de enero del año 49 a. d. C., Julio César se detuvo un instante ante el Rubicón atormentado por las dudas: cruzarlo significaba cometer una ilegalidad, convertirse en criminal, enemigo de la República e iniciar la guerra civil.

Alea iacta est

Julio César dio la orden a sus tropas de cruzar el río, pronunciando en Latín, claro, la frase “Alea iacta est” ("la suerte está echada") según Suetonio. De acuerdo con Plutarco (en sus “Vidas Paralelas”) Julio César citó en griego la frase del dramaturgo ateniense Menandro, uno de sus autores preferidos: “άνερρίφθω κύβος / anerriphthô kubos” (que significa “¡Que empiece el juego!”).

Cayo Lucio había tomado también su personal decisión. Para él la “suerte está echada” también. Empezaba a esperan con fuerte ilusión y con intensidad elevada la llegada de los papiros de los Evangelios. En estos momentos, cruzando el umbral de la puerta de la casa de Cecilia iba a marcar un antes y un después en su vida. Por un lado estaba dispuesto a hacer las paces definitivamente con su prometida. Veía su vida llena de sentido con la presencia de Cecilia a su lado. Y por otra había roto internamente con un pasado de siglos de panteísmo sin saber si realmente valía la pena adentrarse por senderos nunca caminados hasta ahora. Para él es muy verdad aquello de “caminante no hay camino, se hace camino al andar”, que diría muchos siglos más tarde un famoso poeta español, Antonio Machado. Sacaba su vida de la comodidad del pasado y la encauzaba por veredas desconocidas. Ante él se adensaba la oscuridad más oscura. Pero tenía la impresión de que allá en el fondo había un farol, alimentado con el aceite de la Bética, indicándole el punto de llegada. Era significativo y a la vez simbólico de la luz, del fuego que iba creciendo dentro de su alma. En aquel punto cifraba toda su ilusión y toda su esperanza. No descansaría hasta llenar ese vacío que se había creado dentro de sí.

Él sabía que esa lucecita que se veía en lontananza era real. Estaba sobre el dintel de la puerta de una de las posadas del puerto de Ostia. Y se encontraba bastante cerca del Templo de Minerva. Los que viajaban en nave hacia los diversos destinos del Mediterráneo, solían pasar los días anteriores al de la salida en una de esas posadas. Tres siglos más tarde se hospedarían en esa posada o en otra como esa, Agustín de Tagaste y su madre Mónica, esperando el momento adecuado para zarpar rumbo a las costas de África, su tierra. Agustín había sido bautizado por Ambrosio en Milán ese mismo año, el 387 y el corazón de su madre se había henchido de alegría espiritual y humana por la conversión y el bautismo de su hijo, que tantos sinsabores le había dado. Pero Mónica no llegaría a zarpar ni a ver más su tierra natal. Unas fiebres intensas provocaron su muerte en esa posada de Ostia. Era una cálida noche de agosto, abanicada por la brisa marina y perfumada por los efluvios de las flores de los campos del Agro Romano, que por esa parte se asoma, de la mano del Tíber, al Mare Nostrum.

Viejo puerto de Ostia Antigua

Último pago de Ostia

Cayo Lucio jugueteó unos instantes con el mastín de Cecilia, quien, habiendo oído rumores en la puerta de su casa, salía para ver quién podría ser. La ausencia de ladridos del perro y sus manifestaciones de alegría, le dieron seguridades. No podía ser nadie indeseado, pues el perro, al parecer lo conocía. Y si así era, tenía que ser una persona amiga. Cuando vio a Cayo Lucio, un punto interrogativo se colocó invisiblemente sobre la palabra amigo (?). Pero su perplejidad se fue desvaneciendo poco a poco hasta convertirse en seguridad de que ese hombre era el hombre de su vida.

La verdad era que ella no tenía nada contra él. Las discusiones que les habían llevado a aquella momentánea ruptura no tenían fundamento serio. Se trataba de trasladarse a vivir a Roma o quedarse en Ostia. Él quería vivir en Roma para dedicarse a la carrera política. Quería entrar en el Senado. Pero la realidad era que no tenía grandes posibilidades pues su familia era una familia de mercaderes, ricos, sí, pero por sus venas no corría sangre patricia, aristocrática. Era de origen plebeyo. Esto hacía que tuviera escasas posibilidades.
Cecilia era más realista y se adaptaba mejor a su condición, reconociendo que los tiempos y la sociedad romana del momento no permitía vuelos pindáricos a quienes no estaban entroncados con la clase alta de la sociedad, que era la que gobernaba el imperio tanto desde el punto de vista político como militar. Podía aspirar, todo lo más, a alcanzar algún grado más o menos elevado en los estamentos militares de las Legiones, como podía ser el grado de Centurión. Los Centuriones eran oficiales con un mando táctico y administrativo, siendo escogidos por sus cualidades de resistencia, templanza y mando. Mandaban una centuria, formada por 60 a 160 hombres.
En realidad Cayo Lucio no estaba muy seguro de que sus aspiraciones fueran realizables. Pero era un poco tozudo, decía Cecilia, y al mismo tiempo orgulloso, lo que hacía que permaneciera en sus trece, poniendo así en peligro algo tan importante como era su vida futura, la formación de una familia, que sin duda sería una de las principales familias de Ostia, ya que económica y culturalmente sus respectivas familias de origen, bien que plebeyas, eran muy estimadas y muy consideradas en la pequeña ciudad portuaria.

Cayo Lucio se fue liberando poco a poco de las zalamerías del mastín y saludó a Cecilia con el “osculum amoris et pacis”, demostrando que sus intenciones de diálogo y conciliación eran claras y patentes. Con la mirada y con muy escasas palabras cuyo tono y contenido sólo ellos dos eran capaces de comprender y sólo ellos conocían su profundidad emotiva y la intimidad de que eran expresión, se dijeron casi todo lo que se tenían que decir. Las paces estaban hechas. Todo había quedado resuelto entre ellos. No era necesario pasar revista a los puntos en desacuerdo. No hacía falta ni valía la pena. Era tiempo que robaban a sus recíprocas miradas, a sus sonrisas llenas de ternura. De ahora en adelante otros iban a ser los temas centrales de sus conversaciones.


Osculum Amoris - Eros y Psique

Entraron hacia el interior de la casa. Los padres de Cecilia les salieron al encuentro y pasaron al triclinium. Se reclinaron y los servidores les ofrecieron viandas y bebidas en abundancia pues para los ciudadanos romanos cualquier momento era bueno para reunirse en el triclinium, refocilarse y acompañar con un buen yantar una animada conversación sobre las últimas conquistas de las legiones romanas y la ampliación de los confines del Imperio.

Triclinium romano

Cayo Lucio tenía gran confianza en los padres de Cecilia. Por esa razón se permitió descargar sobre ellos y, a la vez, sobre Cecilia los pesares y las esperanzas, la ruptura con el pasado y las ilusiones que iluminaban su futuro. Les habló de Saulo y del “galileo”, al que crucificaron en el Gólgota y del que afirman que al tercer día resucitó. Leyó algunos párrafos de la Carta de Pablo a los Romanos donde hablaba de la salvación, de la fe, de la liberación del pecado, del Bautismo, de la lucha interior del cristiano, de la filiación divina de los hombres, de la gloria como destino final de la humanidad. Palabras, conceptos incomprensibles para ellos. No obstante notaban que no creaban excesivo revuelo en su ánimo, en ese estrato interior profundo donde el hombre llega a encontrarse consigo mismo. Ese lugar donde Séneca coloca el punto central y supremo en el que el alma alcanza su serenidad.
Cayo Lucio pasó luego a hablarles de las otras dos Cartas de Pablo de Tarso dirigidas a los cristianos de Corinto. A él le había impresionado mucho aquella parte de la primera de esas cartas en la que habla de la caridad. La palabra griega es agapé. Todos ellos entendían el griego, incluso lo hablaban y sabían que, entre otros significados, esa palabra, a diferencia del amor pasional y egoísta, hace clara referencia a un amor de benevolencia que quiere el bien ajeno. Pero no era esto lo que predicaba la mitología greco-romana. Esta parte la cierra Saulo indicando que “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad”. Esta palabra tiene también el significado de amor, lo que eleva todo ello a alturas casi indefinibles y, en todo caso, difícilmente alcanzables.

Terminada la exposición, Cayo Lucio paseó su mirada por los rostros de sus futuros suegros y de su futura esposa. No sabían cómo responder a esa pregunta que adivinaban en la mirada del joven. ¿Qué pensáis de todo esto? Tal era la pregunta que se esperaban. “La verdad es que he entendido muy poco, dijo el padre de Cecilia. Pero es atractivo, te transporta a mundos desconocidos, hasta quiméricos. Pero no deja de fascinarme. Me gustaría poder leer también esos que tú llamas Evangelios. Analizar, en lo posible, la filosofía o la doctrina de ese galileo, el crucificado, penetrar en ella. ¿Tú crees que los conceptos de Séneca pueden ayudarme?” Cayo Lucio, tras una breve reflexión dijo: “Yo creo que sí. La filosofía de Séneca, su estoicismo, fundamentalmente, le hace contemplar la realidad sin sentirse muy involucrado en ella. La contempla desde fuera, no se deja influir, sino sólo lo necesario. Eso sirve, al menos, para situarse en un campo, yo diría, neutral y observar la estructura doctrinal y los elementos constitutivos de los conceptos, de una manera imparcial. Sobre todo evitando la influencia de nuestra compleja y engarbullada mitología”.

La conversación fue languideciendo paulatinamente. La tensión en que les había colocado el tema había sido enorme. Era llegado el momento de la asimilación, de la intelección, si ésta era posible con los elementos que contaban. No cabe duda de que el cuadro doctrinal del galileo es aún muy incompleto. Cuentan solo con tres cartas de Pablo. Es poca cosa. Hay que esperar a conocer también los Evangelios; y si hay más escritos sobre esta nueva “filosofía” o doctrina, también hay que analizarlos.
El sol hacía rato que se había ido más allá de los pinos, camino de Iberia, hacia el oeste. Cayo y Cecilia se levantaron del triclinium y, tras un breve y afectuoso saludo al paterfamilias, salieron a la calle, cuidando de no pisar al perro que gozoso al verlos llegar se metía entre sus piernas alborozado.

Paterfamilias-El matrimonio

Siguiendo la ruta del sol hacia poniente, llegaron, paseando a la orilla del mar. No hablaban. No era necesario. Cayo Lucio había dejado los papiros para que los leyera el padre de Cecilia y, por eso tenía las manos y los brazos libres. Mejor así pues los necesitaba para estrechar a esta joven inteligente y bella, que muy pronto sería su esposa. La mar esté en calma. Sólo una leve brisa riza las aguas, llevando luego a sus rostros una frescura que sabía de caricia. Los escollos les deparan un asiento de piedra. Se sientan juntitos y se aprieta el uno al otro pasándose un brazo por detrás. Cecilia apoya su cabeza en el hombro de Cayo y entornando los ojos, con una voz sublime, llena de cadencias amorosas, con sabores infantiles, pues el amor verdadero tiene rostro de niño, entonó, a media voz, una canción, antigua, popular titulada “Non eros sed Amor”. Cayo Lucio se unió a ella. Las dos voces, con sus timbres diferentes, indicaban la fusión que produce el Amor, que va más allá del eros. Mientras éste se centra casi exclusivamente en el placer, el Amor abarca todas las manifestaciones humanas. Se ama a la persona, se participa en sus alegrías y en su dolor, se comparte con ella todo, lo bueno y lo malo; con ella se hacen proyectos para el presente y para el futuro. Con ella se generan los hijos, se hace familia. El Amor se establece en el corazón de los dos. De ahí el título de la canción: “No es eros sino que es Amor”.

Las últimas notas de la canción eran ya imperceptibles. La cabeza de Cecilia se apoyó de nuevo en el hombro de Cayo Lucio y mirando al horizonte, vio una nave que se acercaba lentamente. Ella se quedó apaciblemente dormida. La nave –¿de dónde venía? ¿De Iberia?- poco después entraba en el puerto, tras un largo bogar, cansancio en los remos y esperanza en las velas.

Nave birreme romana

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